domingo, 28 de diciembre de 2008

Volver a la normalidad

Nico se levantó de un salto de la cama. Recordó cómo hacía tan solo unos meses le costaba mucho despertarse. Siempre suplicaba a mamá que la dejase un rato más arropadito entre las sábanas. Le encantaba sentir el calor al tiempo que miraba por la ventana y veía la escarcha en los árboles. Adoraba cerrar los ojos fuerte, muy fuerte, y sentir ese soporcillo tan agradable de quien se encuentra entre el sueño y la vigilia. En aquella época, la cama le parecía un lugar seguro, donde ningún mal podía trepar hasta el colchón. Pero hacía un año que todo había cambiado. Ahora su mayor anhelo era que el sol saliese lo antes posible y se ocultase cuanto más tarde mejor, para disfrutar de su vida fuera, saltando, corriendo, abrazando a su familia, notando el aire en su carita infantil hasta que los mofletes se le pusieran rojos.

Se quitó el pijama azul casi con furia, y se puso el uniforme del colegio que tanto había aborrecido. Los cereales le supieron a gloria, aunque nunca habían sido su desayuno favorito. Sonreía feliz, contento de poder repetir las rutinas que antes le habían hastiado. Se lavó los dientes, las manitas, y miró de soslayo el peine y la gomina, tratando de no pensar en ello. Agarró su mochila nueva, la que le habían comprado entre todos sus compañeros de clase y Gabriel, el profe, cuando había estado en el primer hospital. Después, salió corriendo con papá hasta el coche.

Mientras avanzaban hacia el cole, empezó a sentirse nervioso. Hacía mucho que no veía a sus amigos. ¿Y si se habían olvidado de él? Después de casi un año en Estados Unidos... Todos habían podido celebrar juntos cumpleaños, festivales de Navidad y de verano, excursiones... Y él había faltado a todos esos eventos. Cuando se marchó, estaban empezando segundo, y ahora ya casi terminaban tercero... Habían aprendido a dividir por separado, y también habían hecho la Comunión en lugares muy diferentes. Sí, casi seguro que se habrían olvidado de él.

Estaba pensando todo eso cuando al fin llegaron. Los recibió Gabriel, el profe. Les contó que ese año, el grupo ya tenía una seño nueva, Carmen, pero que él quería colaborar en la sorpresa que les iban a dar.

- Ya verás qué contentos se ponen al verte todos, Nico. Todos se acuerdan de ti mucho y siempre hablan de las ganas de verte que tienen, pero ninguno se imagina que ya has vuelto a la escuela.

-Entonces... ¿no me han olvidado?

-¿Que si te han olvidado?- Gabriel se puso a reír muy fuerte- Nico, este curso llegó una chica nueva a clase, Amanda. Le han hablado tanto de ti, que incluso ella te echa de menos. Eres un miembro muy importante de la clase, y todos esperaban ansiosos a que volvieras. ¿Quieres entrar?

Como el niño asintió, el profesor llamó a la puerta. Se oyó desde dentro una voz que les dio paso. Gabriel abrió y le hizo una seña de que se escondiese y guardara silencio, y entonces dijo a la clase:

-Chicos, tengo una sorpresa para vosotros.

Agarró a Nico de la manita y lo metió en la clase.

-¡Nico!- gritaron todos. La clase se convirtió en una jaula de grillos. No había nadie sentado, todos chillaban y saltaban alrededor de su compañero, deseosos de abrazarlo muy fuerte de nuevo y de preguntarle que qué tal estaba. Aunque estaba un poco abrumado, el recién llegado se encontraba feliz.

Carmen, la nueva profesora, se portó muy bien y entendió que ese día era tan especial, que preferían estar con Nico en lugar de dar clase. Así, el niño pudo pasarse la mañana jugando con sus amigos, tal y como llevaba un año deseando. De pronto, se fijó en una niña que no conocía, y que se mantenía apartada, tímida. Él le sonrió, de manera que la pequeña se acercó, más confiada.

-Todos te quieren mucho. Siempre me hablan de ti. Sé que has estado muy malito. Mi mamá me ha dicho que la enfermedad que tú has tenido es muy peligrosa y que duele mucho, pero que tú te estabas curando. ¿Estás curado del todo?

-Sí, ya sí. Tuve una enfermedad que se llama cáncer, y mis padres me llevaron muy lejos para que me pincharan medicinas que aquí no habían y me hicieran operaciones que aquí no se saben hacer. Por eso se me cayó todo el pelo y muchas veces tenía angustia, pero ahora ya no hace falta nada de eso. Estoy curado.

-Me gustaría pedirte un favor. No vuelvas a ponerte malito. Aquí, en clase, todos te han echado de menos. Cuando yo llegué, estaba muy ilusionada pensado que lo pasaría genial con unos nuevos amiguitos. Pero al conocerlos, estaban todos tan tristes. Nadie quería hacer fiestas, ni jugar, ni cantar canciones... No se parecía a mi antiguo cole. Ahora que has vuelto, todos están tan contentos... Tienes que mantenerte bueno para siempre. Y así esta clase seguirá estando feliz.

Nico se rió, orgulloso al darse cuenta de que de verdad era importante en la clase, pero triste al mismo tiempo por pensar que unos amigos tan buenos como los suyos habían estado tan apenados.

-De acuerdo. Lo intentaré -contestó riendo.

Carmen interrumpió la conversación para repartir el material de clase.

- Venga, chicos, quiero que hagamos unas operaciones ahora. Hay que volver a la normalidad.

Nico pensó que las operaciones matemáticas eran mejor que las operaciones de hospital. Y que los lápices y bolígrafos eran mejores que las jeringuillas. Y madrugar por las mañanas era mejor que quedarse todo el día en la cama con fiebre y dolores. Incluso pensó que era mejor estar castigado por un profe que recibir mimos de una enfermera.

Definitivamente, volver a la normalidad era lo más bonito que le había pasado en la vida.




Bueno, como hoy es el día de los Santos Inocentes, ya se sabe que con lo de la gala de Antena 3, en la tele nos toca ver hasta la saciedad imágenes relacionadas con esta historia. Es algo horroroso, desgarrador... Por eso quería que el relato diese un rayo de esperanza. Y es que de estas cosas se puede salir. Por más duro que sea y más sufrimiento que implique, los enanos son muy fuertes, y hay que apoyarles en su lucha contra esa enfermedad.



Y es que no habría nada mejor que el que la historia de Nico se hiciera realidad en el caso de cada uno de los mini-monstruitos que tienen la desgracia de pasar por ese duro trago.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Vuelve a ser el día de la lotería

Hace ya un año que descubrí que soy rica...


La tarde anterior (es decir, hace un año y un día), mi hermana me dijo: "¿Te das cuenta de que mañana a estas hora nuestra vida podrá haber cambiado por completo?" . Yo sonreí ilusionada, supingo que es lo que hacemos todas las personas de familia humilde hacen cuando se imaginan llenando de golpe sus cuentas bancarias. Y pronuncié las funestas palabras: "Ojalá". Sí, dije que ojalá mi vida cambiase por completo al día siguiente. Me imaginé con un armario atestado de ropa preciosa, móvil y cámara nuevos, mis estanterías llenas de libros que esperarían a que terminase uno para seguir con otro... Imaginé que podríamos comprar un local grande y acondicionarlo para hacer una guadería, y que mi hermana podría hacer muchísimos cursos buenos de ballet y así poder cumplir los sueños de las dos... Imaginé a mis padres sin preocuparse nunca por el dinero... Parecíamos felices, en mi imaginación. No me daba cuenta que en la vida real no es que pareciésemos felices, sino que lo éramos.









Y ese día, el día siguiente que deseaba que fuera el que girara 180 grados a mi exitencia, llegó. Me desperté tarde. Bueno, teniendo en cuenta lo dormilona que soy, no era tan tarde, porque el reloj marcaba las once y poco aún, pero el sorteo de lotería de Navidad ya había empezado. De hecho, ya habían salido algunos premios. Saludé a mi madre y a mi hermana medio adormilada aún, y le pedí a mi madre el móvil para llamar a Dani. Estábamos un poco mosqueados y me encontraba realmente preocupada por si esa tarde, en el partido, lo pasaría mal al verle la expresión de orgulloso que se le pone cuando está cabreado o si por, el contrario, haríamos las paces y podría celebrar cada gol de su equipo y quejarme por los del contrario con la máxima felicidad. Como siempre, me preocupaban esas cosas tan insignificantes a las que concedemos enorme importancia si nunca hemos sufrido de verdad. Nada en ese día aprecía indicar que iba a ser diferente. Lo más significativo era un atisbo de bronca con mi novio...

Colgué el teléfono con un sabor agridulce. No estaba enfadado, pero tampoco cariñoso. Me olía que la tarde iba a ser fría. No imaginaba cuánto. Estaba a punto de sentarme en el sofá cuando los niños de San Ildefonso cantaron el premio gordo, el primero. No recuerdo qué número fue. Aún no habían terminado de repetir el número premiado las setecientas veces que parecen ser necesarias, yo estaba pensando si mi vida cambiaría a partir de ese momento, y entonces fue cuando sonó el teléfono. Era mi tía. A mi abuela (mi segunda madre), le había dado un infarto. Ahora estaba en la UCI y había riesgo de que no volviese a verla nunca.


Sí, era probable que mi vida cambiase... Y sólo podía rogar por que no fuese así. Deseé haberme mordido la lengua el día anterior hasta hacerme sangre o arrancarla de cuajo antes de haber dicho que ojalá mi vida cambiase. Mi verdadero deseo era que todo permaneciese igual que siempre.


Parece mentira lo cruel que peude llegar a ser la casualidad. En ese momento, en varios pueblos de España (seguro que, como siempre, el número estaba bastante repartido), había gente que lloraba de alegría porque empezaban una nueva vida. Y yo lloraba para conservar la mía tal y como estaba. ¿Ironías del destino? No lo sé, pero me daba la sensación de que se reían de mí, de mi familia. Recordaba las miradas llenas de felicidad de aquellos que años antes habían tenido la suerte de resultar premiados, imaginaba a quienes ahora corrían la misma fortuna y me sentía insultada. A la misma hora... La voz de los niños que cantaron el gordo y el teléfono de mi casa sonaron en el mismo instante. Uno de esos sonidos traía alegría. El otro venía cargado de dolor.


Afortunadamente, todo salió bien. A pesar de mis estúpidas palabras, nada cambió. Mi vida siguió como siempre. Mi armario sigue con una cantidad normalita de ropa, la cámara es la de siempre, y si mi móvil está muy chulo es porque mi padre tenía muchos puntos y me dio la gran sorpresa para mi cumpleaños. Rara vez puedo comprarme libros nuevos, he releído tantas veces los que ya tengo que cas me los sé de memoria. Abrir una guardería sería casi tan difícil como alcanzar la luna. Los problemas económicos siguen siendo los de una familia de clase media tirando a pobre. Pero la tengo a ella. Ella sigue regañándome por el caos de mi habitación, "apretándome" para que estudie hasta que me salgan callos en los codos, enfadándose si ando descalza... Y sobretodo, sigue dándome miles de besos y abrazos fuertes de esos que parece que te vayas a romper, haciéndome esas comiditas tan ricas que sólo las abuelas son capaces de hacer (no te ofendas, mami, jeje), colmándome de amor y dedicándome su sonrisa a diario.


Es entonces, cuando miros sus expresivos ojos de color chocolate, cuando me doy cuenta de que a mí me toca la lotería cada vez que me levanto.



Y es que sólo ella es capaz de conseguir tener tan firmemente cohesionada a esta familia. Su marido, sus dos hijas, sus dos yernos y sus cinco nietos no es que la queramos, es que la necesitamos, igual que necesitamos el aire para seguir viviendo. Y le damos las gracias por darnos el premio gordo desde el día en que ella fundó este hogar.


Lorena Hernández Vela.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Sin luz al final del túnel



El silencio que la envolvía tan solo se quebraba con el sonido de sus sollozos.Atrás dejaba las risas, los juegos, el alcohol. Atrás lo dejaba a él. Por delante, hasta donde le llegaba la vista, no había nada que no fuese la más absoluta oscuridad. Y hacia allí se dirigía, a adentrarse en las fauces de la noche, donde no vería a nadie y nadie la vería a ella.
Tenía la piel de gallina y temblaba con violencia, pero no era consciente del frío que entraba en su cuerpo, así como tampoco notaba cómo los ojos le escocían, enrojecidos por el llanto. Ni se daba cuenta del hilillo de sangre que descendía por sus piernas y dejaba una estela apenas visible allí por donde pasaba. Lo único que tenía en su mente era el dolor tras descubrir que lo que había comenzado en el más ansiado de sus sueños se había convertido en la peor de las pesadillas.
Su mente se remontó al domingo, seis días antes, cuando lo vio por primera vez. Ella estaba esperando el autobús, y a lo lejos vio cómo un joven se acercaba. Su aspecto era bastante desaliñado: llevaba el pelo muy largo, despeinado y bastante grasiento, la camiseta llena de manchas y unos vaqueros desgastados y con varias rasgaduras. No le dio importancia, pues desde niña había sabido no juzgar por las apariencias. Sin embargo, tan pronto como el chico llegó a su altura, le dio un tirón a su bolso y salió corriendo con él. Y, por tanto, con las llaves de casa, la cartera con los 500 euros que acababa de cobrar, el móvil y las fotos. Muchas de ellas de su madre.
Trató de perseguirlo, pero él era mucho más rápido, y además había que sumar los segundos que había estado paralizada a causa del estupor. Sabía que no lograría darle alcance. Justo cuando estaba a punto de desistir, surgió de la nada otro chico. Un chico alto, fuerte, que parecía brillar con luz propia, como si un aura dorada lo rodease. En apenas un segundo derribó al ladrón y recuperó el bolso para devolvérselo a su legítima dueña.

-Largo de aquí o te daré una paliza, gilipollas- le espetó. El otro obedeció de inmediato, y se marchó maldiciendo por lo bajo a aquel héroe imprevisto.

-¿Estás bien? – le preguntó, y sonrió dejando al descubierto unos dientes perfectamente alineados y de un blanco inmaculado. Además, se le hicieron dos encantadores hoyuelos en las mejillas.

-Sí, sí… Muchas gracias… Si no llega a ser por ti…- contestó ella titubeando, turbada ante la belleza del muchacho.

-No tienes que agradecerme nada. Siempre es un placer ayudar a princesas en apuros. Me llamo Víctor, ¿y tú?

Ella, hechizada por su dulce voz y el azul de su mirada, contestó. Y pasaron toda la tarde hablando. En poco más de cuatro horas le contó cosas que jamás habría contado a un completo desconocido, como la muerte de su madre tras una larga enfermedad, la depresión que por eso sufría su padre y que le había dejado sin empleo y sin dinero para el alquiler. También le explicó que su tía se había ofrecido para hacerse cargo de ella y de su hermana pequeña mientras su padre se recuperaba, pero que él no daba muestras de mejorar en absoluto y lo más seguro era que tuviesen que quedarse para siempre en aquel lugar donde no conocía a nadie y donde tan sola estaba. Víctor, después de escuchar con atención y asentir con una mirada llena de cariño, solidaridad ye empatía, le dijo:

-Pero ya no estás sola. Ahora tienes un amigo. Puedes venir y contar conmigo cuando quieras.

Y así fue como, por primera vez en más de medio año, pudo volver a sentirse feliz. Quedaban cada día en aquella calle en la que él había actuado cual príncipe azul liberando a su princesa. Tomaban café, jugaban al billar, paseaban o simplemente charlaban durante horas en un banco. Y cuando parecía que las cosas no podían ir mejor, Víctor lo hizo: duplicó su felicidad al proponerle que al día siguiente, que era sábado, saliese con él y sus amigos de fiesta. ¡Por fin encontraba un grupo de gente! Y encima entraría en él de la mano de un chico tan maravilloso como aquel.
Pasó toda la tarde del sábado pensando qué ropa ponerse. Desde que falleció su madre no había vuelto a arreglarse. Hacía mucho que no llevaba falda ni dejaba sus delicados rizos color azabache sueltos. Los tacones y las pinturas estaban olvidados aún en las cajas de la mudanza. Pero la vida volvía a tomar su sentido y se acicaló llena de ilusión.
Cuando Víctor la recogió con su coche, se quedó sin palabras al verla. La miró de arriba abajo sonriendo. Luego sólo pudo decir que estaba preciosa. Condujo un rato en silencio, dirigiéndole varias tiernas miradas cada vez que se detenían en un semáforo. Al final rompió él de nuevo el silencio:

- Bueno, te voy a contar un poco los planes de la noche. Vamos a ir a una zona apartada, en mitad del campo, para beber un poco, porque en las discotecas está todo muy caro. Cuando estemos aburridos de estar allí, iremos a algún lugar con más ambiente. Luego volvemos todos en el monovolumen de un amigo, y cada fin de semana le toca a uno no beber para poder conducir. Somos siete justos, así que no hay problema. Te voy a hablar un poco de los demás, para que sepas algo de ellos cuando te los presente. Uno de ellos es Manuel, que es el macarrilla del grupo, aunque buena gente. Gonzalo es el bromista, siempre encuentra alguna gracia que decir, seguro que te ríes mucho con él. Con Andrea fijo que haces buenas migas, es un alma solidaria, trabaja como maestra voluntaria en la planta de pediatría del hospital. Luego está Borja, el tímido… A simple vista parece un poco raro, pero es porque le da mucho corte hablar con personas nuevas. Y la que queda es Laura, la artista del grupo. Si le dices cualquier cosa relacionada con la pintura, la tienes ganada.

Por fin llegaron al descampado en el que ya estaban todos esperándolos para el botellón. En cuanto hicieron las presentaciones, todos se mostraron realmente simpáticos, excepto Borja, que de verdad parecía tan introvertido como le había advertido Víctor. Se fijó un rato en él, porque parecía nervioso y bebía mucho más rápido que los demás. Su cara le sonaba, pero no sabía de qué. No le dio importancia porque lo estaba pasando genial, y además acaba de probar por primera vez la sensación de euforia que produce el alcohol. Estaba talmente desinhibida, y no paraba de reír con los chistes de Gonzalo. Al rato se fue con las chicas a escuchar música al monovolumen de Manuel, y se sentía al cien por cien integrada. Vio como Borja se alejaba del resto del grupo y se perdía en la espesura del bosque.

- Borjita ya va mear…Normal, si está bebiendo como una esponja…- dijo Laura.

Poco después llegó Víctor y le susurró al oído que si lo acompañaba al coche a por un CD para Gonzalo. Ella, por supuesto, aceptó. Bajó de un salto, y casi pierde el equilibrio, bebida como estaba, pero él la cogió por la cintura, y todos rieron. Así, con él rodeándola con sus brazos, fueron caminando hacia adelante, mientras se alejaban del resto de jóvenes.


-Tu coche no está por ahí –balbuceó sonriendo al tiempo que lo miraba con admiración.

-Ya, es que… Era una excusa… En realidad lo que quiero es pasear contigo y llevarte a un lugar donde se ven las estrellas y la luna, que hoy está llena y brilla casi tanto como tus ojos.

Un cosquilleo recorrió su cuerpo y pensó en la suerte que había tenido al conocerlo. Encima de ser tan sumamente guapo, era un cielo. Lo apretó con fuerza y siguieron caminando durante cerca de media hora. Estaba bastante cansada, y el efecto del alcohol comenzaba a desaparecer. Hacía rato que la luna se había visto claramente, de hecho ya había vuelto a ocultarse entre el manto de ramas y hojas que cubría los árboles, y ellos seguían avanzando sin descanso, pero ella estaba tan cómoda a su lado, que le daba igual andar hasta que saliera el sol. De pronto, una figura fue definiéndose ante ellos en la oscuridad hasta que pudo reconocer a Borja.

-Ya era hora, macho. Pensaba que me explotarían los huevos esperando a que me trajeses a la zorrita.

Le extrañó mucho oír a Borja llamarla así, y miró a Víctor para ver su reacción, y su sorpresa fue mayúscula al ver que éste la agarraba por los brazos con fuerza desde atrás, inmovilizándola. Borja la agarró por las piernas y se sentó sobre ellas, obligándola a dejarlas abiertas. Una vez tumbada, la cogió de los brazos, de manera que Víctor quedó con las manos libres para amordazarla.

-Date prisa, tío. Dame las pelas que habíamos acordado y deja que me pire. Paso de ver cómo te follas a la niñata ésta- dicho esto, Víctor volvió a cogerle los brazos, ignorando sus sollozos bajo el pañuelo, mientras Borja sacaba un fajo de billetes y se los metía en el bolsillo para volverla a sujetar entre los dos. Entonces Víctor la soltó del todo y se levantó.

- Que te aproveche, aunque no sé qué le ves... ¡Si está más plana que una tabla de planchar!- fue lo último que dijo antes de marcharse y llevarse con él el poquito de dignidad que aún le quedaba a la muchacha.

-¿No te acuerdas de mí, zorrita?-le dijo Borja mientras se desabrochaba el pantalón, aún sentado a horcajadas sobre su cuerpo-. No sabes lo que te va a doler que te desvirgue… Porque eres virgen, ¿verdad? Claro, una niñita de 16 años con esa cara de mosquita muerta… Pero tranquila, que yo te voy a dar una primera vez inolvidable- acercó su cara a la de ella, echándole su aliento impregnado de alcohol directamente sobre la nariz-. Seguro que hubieses preferido que te robase el bolso, no parecías tan asustada entonces como ahora.

Entonces lo comprendió todo: Borja era el chico que le robó el bolso hacía seis días. Por eso le sonaba. Sólo que ahora presentaba un corte de pelo pulcrísimo, un afeitado del todo apurado y lucía ropa de niño rico. Ese era el motivo de que no lo hubiese reconocido. Pero, si Borja era el ladrón y ya conocía a Víctor, deberían haberlo tenido todo planeado… Así que ya no cabía duda. Había sido víctima de la más burda mentira de su vida.

-Tu principito necesitaba pelas, y yo estaba encaprichado de ti desde que te vi la primera vez en la parada del autobús, frente al restaurante de mis padres, cada tarde. Así que hicimos un negocio: como a mí el dinero me sobra, sólo necesitaba el encanto para enamorarte, que es lo que le sobraba a él… El resto ya lo sabes. Ahora me toca recibir los beneficios de mi compra.

Entonces le abrió aún más las piernas y embistió con fuerza dentro de su cuerpo. Sintió que algo se desgarraba, y aun estando amordazada, sus gritos y sollozos retumbaban en la penumbra mientras Borja empujaba sin compasión y le tocaba con brusquedad por zonas que ella no quería ni pensar. Las piedras se le clavaban en la espalda, sobretodo después de que él le levantara entre golpes la camiseta. Siguió tocándola, lamiendo su cuerpo con su asquerosa saliva impreganda en alcohol al tiempo que continuaba arremetiendo contra ella. Estuvo así unos minutos más, y por fin paró de moverse. Se quedó quieto sin salir de dentro de ella, respirando dificultosamente. Al poco rato se levantó, encendió un cigarro y le escupió en el rostro bañado en lágrimas de la chica. Luego se agachó y cogió su bolso, el mismo que había cogido el domingo anterior.

-Yo nunca dejo nada a medias, zorrita. Así que esto me pertenece.

Y la dejó allí, con la única compañía de su propio llanto. Y allí empezó un camino que sólo conducía a la oscuridad.


lunes, 24 de noviembre de 2008

Mis dos Santas Madres


Bueno, el título de hoy suena muy religioso... Os explico: hoy es Santa Catalina. Y Catalina se llaman mi madre y mi abuela. O dicho de otra forma, Catalina se llaman mis dos madres.



Yo vivo con mis padres y mi hermana, pero la casa de mis abuelos está sólo dos pisos por encima de la mía, así que, como es de imaginar, el contacto y la relación que tengo con ellos no es de nieta y abuelos, sino más bien de hija y padres.




Por lo tanto, cuento con la bendición de tener dos mamis, aunque a la hora de ordenar la habitación o de pasar mucho tiempo fuera de casa y sin estudiar, más que una bendición parece casi una pesadilla pequeña. Eso sí, una pesadilla que merece la pena, que se me enfadan...





Tengo dos mujeres que darían la vida por mí, que han jugado conmigo durante horas a lo largo de mi infancia, que han perdido su tiempo en darme de comer mí (que con lo que trago ahora, y de pequeña no abría la boca ni loca), me han colmado de regalitos y, sobretodo, han tenido sus brazos abiertos durante 20 años para abrazarme constantemente, hasta dejarme a veces casi sin respiración. Porque me quieren tanto que ni el aire cabe en mis pulmones, ya que los llenan ellas dos de amor.




Sería imposible contar todo lo que me han dado... Más que nada porque me saldría una entrada aún más larga de lo habitual, y el blog me quedaría "gigante hasta las nubes", como el tren que quería mi primito Álex. Por lo tanto, lo que me dé tiempo a escribir, hay que multiplicarlo por mil... Y aún así se quedará corto. Porque ellas no descansan de hacerme feliz.



Podría recordar por ejemplo aquellas tardes en que mi abuela me llevaba a pasear por la acera de debajo de mi casa a coger flores cuando aún usaba pañales. No recuerdo mucho, porque era muy pequeña, pero sí me acuerdo de coger florecitas amarillas. Y según me cuenta ella, me paraba a mirar los bichos que encontraba: "Abuelita, un bicho. Abuelita, otro bicho". Y ella con más paciencia que un santo, a agacharse para ver bien las hormiguillas y escarabajos o lo que fuese...



También podría recordar cómo mi madre jugaba a las cocinitas conmigo como si tuviésemos la misma edad (aunque bien mirado, poca gente puede presumir de tener una mami tan jovencita como la mía). La capacidad de volverme niña pequeña cuando estoy con niños pequeños la he debido sacar de ella, eso está clarísimo. Los tres años que pasé como hija única no tuve tiempo de aburrirme, porque ella me regalaba todo su tiempo, para jugar conmigo y ser, además de una excelente educadora y cuidadora, una compi de juegos divertidísima.




Otro recuerdo de esos que te marcan la infancia es ir con mi abuela miles de tardes de verano a merendar al polideportivo. Los cinco primos, un balón y un par de botes de Dan' up, además de galletas, chocolate (blanco, que si no no comía Ana)... Y a jugar durante horas bajo su atenta mirada. Luego nos llamaba para que merendásemos toda esa enorme cantidad de comida (tan dulce como ella) y nos limpiábamos en su eterno pañito de colores, jejeje.



Volvemos a mi mami... A recuerdos malos... A esas tardes de Bachillerato, en las que un montón de artistas, reyes, filósofos y verbos de latín me atormentaban, muchas veces hasta las lágrimas... Y mi pobre madre se perdía el programa de turno de la televisión para "pasarme nota" (que es lo que mi hermana, mi madre y yo utilizamos para decirnos que comprueben si sabemos la lección). Durante horas estaba sentada en mi cama, oyendo cómo yo gritaba de rabia cuando no conseguía aprenderlo todo, y cuando había suerte le tocaba tragarse las declinaciones griegas... Luego se oía un gritito desde la habitación de mi hermana: "¡Mamáááá! ¡Ven a pasarme notaaaa!" Y como una pelota se pasaba la tarde y muchas veces la noche de un cuarto a otro, para escuchar cosas sobre Jenofonte unas ocasiones y las capitales de Europa otras. Ahora ya en la universidad la he dejado descansar, porque es tanto y tan raro lo que estudio que es mejor que lo estudie a mi rollo, pero sé que si algún día decido volver a las andadas, ella volvería a "pasarme nota" sin dudar.



Y otra vez a hablar de mi abuela. La mitad de mi armario era artesanal. La gente se quedaba alucinada cuando veía a dos niñas vestidas iguales, con pinta de repollo. Parecía que se preguntaran "¿Es posible que las tiendas vendan esos trajes tan barrocos?" Era obvio que no, eran trajes que mi abuela realizaba con sus propias manos, armada con su aguja y su máquina de coser. La cantidad de flores que nos habrá cosido ella y puesto nuestra madre... Parecíamos dos prados andantes. Y bueno, pese a parecer ramos de flores, eran muy artísticos, y sobretodo estaban hechos con mucho amor y una gran dedicación y esfuerzo.



De nuevo con la mami... ¿Qué decir de esas fantásticas tartas de cumpleaños a rebosar de chucherías? Pues prefiero decir pocas cosas, la verdad, porque hoy, como he comido en la universidad, he tomado sólo un Kawa (que para abreviar diré que es parecido a no comer nada), y si me pongo a hablar mucho de semejante delicia no me quedará más remedio que ir a la máquina y sacarme una bolsita de chuches... pero como para eso tendría que dejar la entrada a medias, mejor que cambie de tema. Sólo decir que el ingrediente secreto de esas tartas era cariñito.



Ese mismo ingrediente secreto lo llevan los papajotes de mi abuela. Receta del pueblo, una maravilla para el paladar. Cada mañana de fin de semana nos juntábamos los cinco primos en su casa y ella venga a hacer papajotes. ¡Volaban! Hacía unos cuantos requemados para quienes los preferíamos tostaditos, y otros blanduzcos para quienes les gustaba la sensación de la cremilla en su boca. ¡Me empiezan a crujir las tripas con tanta comida!



¿Conocéis a alguien capaz de rechupetear un papel de quesito y tirarlo en el suelo de su propia casa varias noches? Yo sí... Mi mami... Cuando se nos caía un diente a mi hermana o a mí, dejábamos debajo de la almohada (además de "la gran pérdida dental") un quesito... ¡Es que el viaje cargado de regalos es muy cansado para un ratón! Y claro, abre el apetito... Entonces mi madre, además de llenar la cama de regalos (aún no sé cómo no me despertaba cuando metía bajo mi cabeza una caja de la hermanita de Barbie o la película de "Babe, el cerdito valiente"), se comía el quesito (supongo que sin ganas, porque un quesito casi de madrugada no es lo que más suele apetecer), y luego tiraba el papel por ahí en medio. Al día siguiente, llena de ilusión, abría los regalos con nosotras y fingía sorpresa cuando algún regalo nos dejaba sin palabras. Incluso se atrevía a insultar al pobre Ratoncito Pérez: "Tú te crees el ratón marrano... Coge y tira el papel...Cómo se nota que no barre él... ¡Qué cochino!" Nosotras nos partíamos de risa al ver que cada vez lo repetía, aunque le pidiésemos por carta que fuese más limpio y lo llevase a la papelera. Y nunca caíamos en la cuenta de lo raro que era que aunque se me cayese el diente a mí, también recibía Ana regalos, y cuando era ella la mellada, mi almohada también tenía sorpresa.



Eso por no hablar de las noches de Papá Noel... Siempre adelantadas para que mis primos estuviesen en Benidorm y no en el pueblo... Mi casa llena de papeles, luces, gritos... Y juguetes a mansalva. Todo gracias a los "duendes de Santa Claus", entre ellos mi mami y mi yayi...



Bueno, creo que voy a parar ya, que me estoy poniendo sentimental y no me gusta la idea de echarme a llorar en mitad de la sala de ordenadores de la biblioteca... La gente me miraría raro...



Así que acabo esta entrada con la frase más importante del día:



¡FELIZ SANTO, MAMI Y YAYI!!




sábado, 22 de noviembre de 2008

La Familia del Arco Iris



Saúl se sentó delante del gran tazón de cereales que le había preparado papá. Normalmente, le costaba mucho tomarse el desayuno rápido, pero aquel era un día especial y quería terminar de prepararse pronto para poder salir cuanto antes. Así que decidió tomarlo muy rápido, tanto, que se atragantó y tosió mucho.

-Saúl, no seas burrito. Hay que tomar las cosas sin pausa pero sin prisa, si no mira lo que te puede pasar.

Él sabía que cuando los papás riñen a sus hijos no es porque no los quieran. Sabía que todos los papás que quieren a los niños, además de hacerles regalos, darles abrazos y arroparlos por las noches, tienen que advertirles de las cosas que están mal. Aún así, Saúl prefería un achuchón o un cochecito de juguete antes que una bronca, por más pequeñita que fuese. Además, siempre le pedían que fuese como Superman y se bebiese la leche en poco tiempo. ¿Por qué ahora papá no le hacía gracia que fuese tan veloz como un héroe?

- Perdón- dijo a regañadientes-. Es que estoy muy ilusionado y no quiero que perdamos el avión. ¿Has terminado de preparar el "iquepaje" como te dijo mamá?

Mamá entró riendo en la cocina y dijo:

- Se dice "equipaje", tesoro- luego le ordenó a papá:- Tira y acaba tu "iquepaje", que tiene razón el pequeñajo.

Saúl no entendía nada. Si mamá le acababa de decir a él que se decía "equipaje" y no "iquepaje", ¿por qué ella volvía decirlo mal? A veces no hay quien entienda a los mayores.

Cuando acabaron, fueron todos juntos en taxi, que era un coche normal, aunque Saúl se esperaba que fuese un súper-coche. Llegaron en él al aeropuerto. Saúl corrió de un cristal a otro para ver los aviones que despegaban y aterrizaban.

-¡Mirad qué grandes, mamá y papá! ¿En cuál vamos a ir? ¿Subirá tan alto como aquél?

Los papás trataban de responder a todas sus preguntas, hasta que llegó el momento de embarcar. Saúl estaba tan nervioso que no podía dejar de dar saltitos. Dejaron la maleta en una cinta transportadora como la de la caja del supermercado. Un poco asustado, preguntó:

- Si esas maletas son nuestras, ¿por qué nos las van a hacer pagar?

-No nos van a hacer pagarlas. Las van a llevar dentro del avión con el resto de maletas, y cuando lleguemos a China, nos las devolverán.

Entonces llegó la hora de subir al avión. ¡Era grandísimo! Subió las escaleras imaginando que era el piloto, y una vez acomodado en su asiento, siguió jugando, mientras se veía realizando piruetas en el aire. Pero claro, ser un piloto acrobático, aunque sea soñando despierto, da mucho sueño, y no tardó en dormirse acurrucado entre papá y mamá. Y dormido siguió soñando que viajaba entre las nubes.

Papá lo despertó con la noticia de que ya estaban en China. Lo tomó en brazos hasta bajar del avión, y después de recuperar las maletas, montaron en autobús. Saúl se fijó en que todo el mundo allí tenía la piel muy clarita, casi amarilla, y los ojos pequeños y alargados hacia los lados, como el señor que les llevaba arroz los viernes por la noche o la chica que vendía juguetes cerca de la casa de su amigo Toni.

Unas cuantas paradas después, bajaron y fueron andando hasta una casa muy grande y un poco vieja, con un patio en el que jugaba muchas niñas con los mismos ojos que la gente del autobús. También la señora que les abrió la puerta tenía esos ojos. Los condujo por muchos pasillos y les hizo detenerse delante de una puerta que tenía un cartel. Era un cartel muy raro, porque las letras que tenía escritas no eran ni la S de Saúl, ni la T de Toni, ni la M de Marina, ni la A de Alejandro, ni la L de Laura, que eran las letras que aprendían en el cole. Cuando la mujer abrió la puerta, lo primero que vieron fue una cuna de bebé, y dentro de la cuna había una personita muy pequeña. Mamá se tapó la boca y lloró un poquito al mismo tiempo que reía. Como Saúl era un chico mayor no se asustó de ver llorar a mamá. porque sabía que eso era llorar de alegría. Papá la abrazó y a él le agarró muy fuerte de la mano.

-Mira, Saúl: ésta es Bea, tu hermanita.

Mamá la cogió en brazos y todos se sentaron a mirarla. Era igual de pequeña que los muñecos que tenían en el cole, y sus ojos eran como los de las niñas y los mayores de allí fuera. También su piel era tan clarita que parecía amarilla. Entonces miró a mamá, luego a papá y, finalmente, se miró a él en un espejito pequeño que había en la pared. Y se puso a recordar las familias de sus amigos. Y después de pensar un poco, dijo:

- No nos parecemos. Las demás familias sí se parecen. Laura y su hermana tienen el pelo amarillo como su mamá y los ojos azules como el cielo igual que su papá. Y los cuatro tienen la piel un poco clarita. Alejandro y su hermano tienen el pelo negro como su papá y los ojos verdes de su mamá. Pero nosotros somos muy diferentes... Vosotros tenéis la piel ni muy clara ni muy oscura. El bebé la tiene tan clara que parece amarilla, y yo tan oscura que parece casi negra, como el chocolate. Bea y yo tenemos el pelo negro, pero ella tiene poco y liso, y yo mucho y rizado. Vosotros dos tenéis el pelo marrón. Los ojos nuestros son negros, los de mamá verdes y los de papá marrones. Y todos tenemos los ojos muy grandes menos el bebé.

Papá y mamá se miraron sonriendo, y papá contestó:

- Eso es porque los niños se parecen o no a sus papás según la forma en que hayan llegado a la familia. Tú sabes que hay mamás que tienen un bebé en la tripita y, cuando crece, sale con su familia, ¿verdad?- Saúl dijo que sí muy fuerte moviendo la cabeza de arriba hacia abajo-. Pues esos niños se parecen a sus papás en la carita. Pero hay otros niños que crecen en la tripita de una mamá que no puede cuidarlos, y también hay mamás que pueden cuidar niños pero no pueden tenerlos en sus tripitas. Tú y Bea estuvisteis en la tripita de una mamá que no podía cuidaros, y esta mamá que tenemos aquí sí podía cuidar niños pero no podía tenerlos en la tripita. Por eso, mamá y yo fuimos a Kenia a buscarte a ti hace cuatro años, y ahora hemos venido a China a buscar a Bea. Y os llevamos a casa para quereros siempre. Eso también lo sabes, ¿a que sí?

-Sí... Por eso Bea y yo no nos parecemos a vosotros: porque no estuvimos en la tripita de mamá.

- Claro... Por eso nuestros ojos, pelos y pieles son de diferentes colores. Pero piénsalo así: si el arco iris fuese todo del mismo color, sería igual de bonito?

- No... Es tan bonito porque tiene muchos colores.

- Pues en nuestra familia pasa lo mismo: somos una familia muy especial porque tenemos muchos colores. Y aunque seamos diferentes, estamos siempre juntos. Como el rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el azul y el lila del arco iris.

- Entonces... ¡Somos la familia Arco Iris!

Mamá y papá rieron.

- Sí, tesoro. Somos la familia Arco Iris.

Y se abrazaron todos tan fuerte y tan sonrientes, que nunca se había visto un arco iris tan feliz como aquél.

viernes, 31 de octubre de 2008

Y había que obedecerle siempre


Keiwa salió de la escuela que había en su poblado. Se sentía muy afortunada por poder acudir allí, ya que tan solo unos pocos meses antes no había ningún lugar destinado a enseñar a los niños en los alrededores. Y ella, con seis añitos, ya había aprendido algunas letras y números, y disfrutaba demostrando a mamá y a Komu, su hermano pequeño, sus nuevas destrezas haciendo trazos con el dedo en la arena. Eso sí, se apresuraba en borrarlas cuando veía que se acercaba papá, pues él siempre decía que era una tontería enseñar a las mujeres. “Si sólo tenéis que servirnos como esposas, no sé para qué querréis leer”. Keiwa no sabía por qué tenía que servir como esposa a nadie, y le parecía muy divertido observar cómo las letras, unos dibujos que antes no tenían sentido para ella, ahora se agrupaban para formar su nombre o el de sus amigos. Y ella era una de las que más rápido aprendían, superando también a niños incluso mayores que ella. Pero claro, papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre, aunque casi siempre fuese duro con el resto de la familia.

Ese día era especial. Clara, su profesora, les había dado a principios de semana una noticia mitad dulce, mitad amarga: comenzaban las vacaciones. Les contó que ella debía marcharse a España, su país de origen, para ver a sus papás, hermanos, sobrinos y amigos. Keiwa lo comprendía, sabía que era normal que Clara echase de menos a sus seres queridos, pero le daba pena dejar el cole, aunque sólo fuese durante tres meses. Ella no sabía cuánto eran tres meses, pero la maestra decía que era poco, y ella nunca mentía. Además, así podría hacer los ejercicios del libro que le había regalado (igual que al resto de niños y niñas de la clase) y enseñarle a Komu para que al año siguiente, cuando empezara la escuela él también, ya supiera algunas cosas de las que le explicasen. Y también tendría tiempo para ayudar a mamá a recoger la cosecha, así no estaría tan cansada por las noches, ni lloraría porque papá le gritase si hacía algo mal debido al agotamiento.

Y pensando en todo eso, llegó a casa. Le resultó extraño cuando, al abrir la puerta, vio que en casa estaba papá. Se fijó en que mamá tenía los ojos muy rojos y clavados en suelo, y presintió que algo iba mal. Su primer pensamiento fue para Komu, y el corazón le dio un vuelco, pero se tranquilizó al verlo por la ventana jugando con la tierra, haciendo dibujos en la arena en un vano intento de imitarla a ella.

-Keiwa, ser mujer implica muchos riesgos-, empezó a hablar papá en un tono más serio aún de lo habitual.- Estáis siempre en riesgo de ser impuras. Debemos asegurarte un porvenir, que el día de mañana seas una mujer digna y tu deber sea antepuesto a cualquier placer. Por eso, hoy vas a ir con mamá a casa de Ansel, la matrona, para hacer de ti una muchacha respetable.

La niña no entendió casi nada de lo que papá dijo, pero la idea le dio mala espina. Ansel era una señora mayor que traía niños al mundo, y eso era bueno. Pero cada vez que una niña pequeña, y no una mujer, iba a su casa, luego pasaba varios días sin salir a jugar ni asistir a clase. Incluso, recordó a Asha, una niña tres años mayor que ella, que acudió allí con su madre y no había vuelto a verla. Pero papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre.

-Mugabe, por favor… Es una niña… No me obligues a llevarla allí, por favor…- suplicaba mamá entre lágrimas-. Déjala, por favor… Podemos inculcarle una buena educación, enseñarle lo que está mal, y así nunca hará algo que la corrompa… Pero no la hagas pasar por eso.
- Aminata, ya he consentido que mi hija acuda a una escuela y que aprenda a leer y escribir, a contar… ¡Como si fuese un hombre! No voy a tolerar que además pueda darse a la mala vida. O la llevas allí, o seré yo mismo quien lo haga.
Sollozando, mamá le tomó la mano y salió de casa. Ella estaba muy asustada, pero no se atrevía a protestar. No quería que papá le hiciese aquello tan horrible de lo que mamá quería protegerla. Prefería incluso que fuese Ansel la que llevase a cabo aquello… Fuera lo que fuera.

Llegaron a la puerta de la cabaña, y ella ya las estaba esperando. Las hizo pasar a una habitación muy sucia en la que había otras cinco mujeres que invitaron a mamá a salir y a ella a tumbarse. Miró asustada a mamá. Quería irse con ella, pero sabía que cualquier resistencia sería inútil, porque aquellas ancianas la detendrían. Además, mamá no podía tampoco detener aquello, porque papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre. Si no lo hacía, Keiwa sabía que él la golpearía. Una mujer no puede desafiar a su esposo. Así que hizo caso y, notando cómo el corazón latía muy, muy fuerte, se tumbó. Entre Ansel y otra mujer le quitaron su vestido, un vestido precioso que le hizo mamá para que fuese guapa el día que se despidiese de Clara. Luego la cogieron entre todas, de manera que quedó inmóvil: dos de ellas le agarraron los brazos, otras tantas las piernas, de forma que quedasen separadas, y la cuarta se sentó en su pequeño pecho, cortándole la respiración. La última de las desconocidas le tapó la boca, mientras que Ansel le dijo que ni se le ocurriera llorar ni gritar, porque se convertiría en la deshonra de la familia. Keiwa estaba cada vez más asustada. Aunque le hubiesen permitido gritar, no creía que pudiese, pues tenía un nudo en la garganta que le oprimía. Entonces vio cómo la matrona cogía una cuchilla y la acercó entre sus piernas. Enseguida notó el dolor más intenso que hasta ese día había vivido, y supo que ni el nudo de la garganta, ni las advertencias de la anciana y ni siquiera el miedo a ser una vergüenza para papá podrían impedir que las lágrimas y gritos saliesen de ella. Trató de resistirse, pero eran muchas contra ella, y más fuertes. Siguió llorando y sus gritos ahogados tras la gigante mano que apretaba su carita de niña resonaban en el más horrible de los silencios, ignorados por las mujeres que la torturaban. No sabría decir cuánto duró aquella pesadilla, porque al rato se desmayó, justo después de ver cómo su vestidito nuevo, ese que con tanto amor mamá había hecho y con tanta ilusión se había puesto ella, se iba llenando rápidamente de la sangre que brotaba del torrente de su herida.
Cuando despertó, estaba en casa. Abrió los ojos y vio a Komu, que la observaba preocupado sentado junto a ella. Con su vocecita infantil, tan dulce como siempre, le preguntó que cómo estaba. Le dijo también que era una dormilona, que llevaba muchos días durmiendo y él se aburría jugando sólo. Y que papá y mamá discutieron durante todos los días que estaba durando su sueño. De hecho, la propia Keiwa podía escuchar los gritos ahora que estaba despierta. Pero había algo raro… Aturdida como estaba, tardó un rato en darse cuenta de qué era lo que no encajaba: no gritaba sólo papá, sino que esta vez también mamá alzaba la voz para hacerse oír.
-Voy a llevarla al hospital, Mugabe, aunque me eches de casa.
-Si ha caído enferma es porque los malos espíritus moran en ella. Ya te lo he dicho. Es una vergüenza. Acudir al hospital ensuciará el buen nombre de la familia.
-Me da igual. Me das igual tú, el nombre de la familia, la honra… Me da igual todo. Sólo me importa salvar a mi hija.

Keiwa no salía de asombro. Mamá entró en el único dormitorio de la casa, le besó la frente y le dijo que se alegraba de verla despierta. Después la tomó en brazos, como cuando era pequeñita, y agarró la mano de Komu. Estaba desobedeciendo a papá. Y papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre. Mamá lo sabía. ¿Por qué no le hacía caso, entonces? ¿Era mamá una mujer mala por no respetar la autoridad de su esposo? Entonces, al salir a la estancia que hacía las veces de cocina y comedor, vio la mirada de odio de papá, y supo que no. Papá era el malo. Nadie debería hacer tanto daño a sus hijos. Mamá la quería y la iba a salvar. Mamá no sería un hombre, pero era buena.

Cuando llegaron al pequeño hospital de la comarca, tras recorrer varios kilómetros en brazos de mamá, Keiwa estaba muy mareada. Lo veía todo como en un sueño. Sólo notaba el dolor, y apenas era consciente de cómo volvían desnudarla y, tras un pequeño pinchazo, le echaban todo tipo de ungüentos en la herida. Pero ya no le dolía. Y nadie la sujetaba, ni se enfadaban porque sollozase de miedo. Todos le sonreían y le decían palabras bonitas. Además, mamá estaba allí, aferrando su mano, con Komu en sus rodillas llorando por ver sufrir a su idolatrada hermana mayor. Ella no quería verlo llorar, y como se dio cuenta de que cada vez le dolía menos, le dedicó una sonrisa y, en un susurro apenas audible, le dijo:

-Vas a ir al cole, y vas a aprender mucho, y así los dos juntos haremos un libro que enseñe a los mayores que no hay que hacer daño a los niños. Para que nadie más se tumbe en esta cama y vea llorar a su hermanito, ni se siente en esa silla a ver sufrir a su hermana ni a su hija.

Komu le devolvió la sonrisa y asintió, aunque no comprendía muy bien aquellas palabras. Keiwa cerró los ojos y exhaló su último suspiro. Y se marchó feliz, con la imagen de la sonrisa de su hermanito y con la certeza de que papá, a pesar de ser el hombre, no volvería a ser obedecido.

martes, 21 de octubre de 2008

No sabes cuánto


Estaba cansado. Las piernas le dolían muchísimo, notaba cómo sus músculos hacían un esfuerzo sobrehumano cuando las apoyaba en el suelo tras cada zancada. Su respiración se hacía más costosa por segundos, empezaba a marearse y su visión se iba tornando más nublosa. Pero el miedo a que le diesen alcance era mucho mayor que cualquier otro problema. Así que hizo caso a omiso a lo que su cuerpo le pedía y obedeció a su mente, que le gritaba aterrorizada que corriese tanto como pudiera. Asustado por lo que pudiera encontrar, giró la cara un momento para ver a sus perseguidores que, tal como imaginaba, iban ganándole terreno y a cada instante se acercaban más y más. Cuando volvió a mirar hacia delante, se dio cuenta de que un hombre doblaba la esquina y que no podría evitar chocar contra él.

- ¡Cuidado, chico!- exclamó el hombre tras el impacto-. Los jóvenes de hoy siempre vais con prisas. Mira, ya vienen tus amiguitos a socorrernos.

A pesar de la amabilidad que estaba demostrando después del percance, Raúl no se detuvo ni para pedir disculpas, sino que se levantó y siguió con su carrera, dejando al señor en el suelo atónito por la mala educación que demostraba aquel chico, y más asombrado aún cuando los otros jóvenes que iban tras él pasaban por su lado sin detenerse tampoco. Vio cómo los cuatro se perdían tras la siguiente calle a la izquierda, primero el que había chocado y, a escasos metros, los otros tres. Pero lo que no vio fue lo que pasó después.

El más alto de los tres chicos se abalanzó sobre Raúl.

- Te hemos pillado, rarito. Y ahora nos vas a dar todo lo que lleves encima.
- No llevo nada, Vicente. Mis padres ya no me dan dinero porque desde que me robáis dicen que gasto mucho.
- ¿Desde que te robamos? Rarito, nosotros no te robamos. Los de las posiciones sociales inferiores tenéis que pagarnos impuestos a quienes estamos en los escalafones superiores. No te preocupes, si no tienes nada para darnos, procederemos al embargo. ¡Venga, chicos! Nos cobraremos lo que nos pertenece con salud.

Media hora más tarde, Raúl llegó a casa. Como siempre, estaba solo. Su familia estaba trabajando. Con doce años, ya hacía cuatro que cada día abría la puerta con su propia llave y calentaba la comida en el microondas en absoluta soledad. Pero ese día prefirió no hacerlo. Las heridas le escocían demasiado, más que el hambre. Pero sobretodo le escocía no tener a nadie a quien recurrir en estas situaciones. Cuando su madre llegaba, tarde, del trabajo, y veía todas las magulladuras que su único hijo presentaba desde hacía cuatro meses, desde que empezó el instituto de educación secundaria, lo único que se le ocurría pensar ( y decir hasta hacer que a Raúl el doliesen los oídos y el alma) era que el chico había salido muy torpe.

- Es que no te fijas por dónde andas, hijo. Siempre estás dándote golpes. Venga, date una ducha y acuéstate, que ya son las once y papá no tardará en llegar con ganas de ducharse él también. Eso sí, procura no resbalarte en la bañera.

Cuando salía de la ducha, envuelto en la toalla, se cruzaba a oscuras en el pasillo con su padre, que le daba un beso y le decía sin llegar a ver nunca los cardenales que poblaban cada rincón de su cuerpo ni los cortes que se hundían en su carne.

- Buenas noches, hijo. Que descanses, que mañana te espera un largo día.

“No sabes cuánto, papá”, pensaba todas las noches antes de meterse en su cama y cerrar los ojos rezando para que la mañana no llegase nunca.

Ese recuerdo le dio una idea, una idea que le haría feliz y le libraría de todo su sufrimiento, por fin…

Cuando la madre llegó esa noche, a las diez y media, se extrañó al ver la luz del salón apagada. Era muy raro que Raúl no estuviese sentado viendo algún programa. Presionó el interruptor, y lo único qua había de inusual (a parte de la ausencia de su hijo), era una nota de papel en el marco que antes contenía la foto de la primera Comunión del niño

“Mamá, me alegra decirte que nunca he sido torpe. Siempre se me ha dado bien la educación física, he tenido buenos reflejos y suelo fijarme perfectamente por dónde ando. Papá, tienes toda la razón del mundo al decirme cada noche que el día siguiente será duro, aunque tú nunca has llegado a saber hasta el punto que llegaba la dureza de cada mañana. Pero ahora todo eso se acabó. Ya no habrá más días duros. Os pido que ayudéis a otros padres a evitar que sus hijos acabe como el vuestro o como los que me han hecho daño desde hace tanto tiempo. Os quiero, y os agradezco todo lo que habéis hecho pro mí desde que nací y hasta los ocho años, cuando aquel conductor me dejó sin mi hermana mayor y, sin darse cuenta, me arrebató también a mis padres. Adiós:
Raúl."

viernes, 17 de octubre de 2008

Llegada al mundo Blog


¡Hola!

Bueno, pues aquí estoy, haciendo algo que llevaba mucho tiempo queriendo hacer. Os preguntaréis cómo puede ser eso, que en plena era de comunicaciones desee hacer un blog y tarde en inaugurarlo. Bueno, pues para que quede claro, el principal motivo es el despiste. Sí, soy tan despistada que cada vez que enciendo el ordenador, olvido las ganas que tengo de crear un blog. Pero bueno, el problema está resuelto, porque con este comienza mi nueva vida como blogger.

Ahora surge otro dilema: cómo empezar. Siempre me pasa igual, me cuestan los principios, me trabo y… Nada, no hay manera. Supongo que lo mejor será comenzar por presentarme, ¿no?

Pues mi nombre es Lorena, tengo 20 años y vivo en Benidorm. Estoy estudiando Magisterio Infantil en la Universidad de Alicante. Y la verdad, creo que mi carrera me viene como anillo al dedo, porque soy muy niña a pesar de haber vivido dos décadas en este mundo en el que cada día se aprenden cosas nuevas. Además, me apasiona la idea de ser yo quien pueda enseñar esas cosas a una veintena de pares de ojos expectantes que brillan de ilusión por todo, a un aula repleta de personas de reducido tamaño que aún desconocen qué es eso de la maldad. Me encanta saber que mi máxima obligación en el futuro será estar rodeada de ellos. Así da gusto tener obligaciones.

Pero no es eso lo único que me apasiona. Mi sueño, además de tratar de convertir la escuela en algo mágico, es escribir. De siempre me ha gustado muchísimo leer, y no sé si leía porque sin lectura no se puede escribir o si me gusta escribir por haber descubierto lo bien que se puede pasar leyendo. Sea como sea, disfruto mucho haciendo ambas cosas. Para hacerme feliz no hay que hacer nada más que darme un libro o un cuaderno sin estrenar. Pocas cosas hay tan estimulantes para mí como el olor a libros nuevos o un puñado de papel en blanco.

Sin embargo, las nuevas tecnologías avanzan, y ahora hay nuevas formas de dejar constancia escrita de todos los pensamientos que fluyen por nuestras cabecitas. Por eso quise crear un blog, para escribir en él mis cuentecillos, historias, experiencias personales… Y a pesar de ser torpe con la informática, espero que, a causa de las ganas que le voy a poner, me quede algo aunque sólo sea un poquito decente. Eso sí, aviso ya de que cuento con otra desventaja, que es mi carencia total de organización… Trataré de tenerlo todo bien etiquetado, pero no prometo nada… Se acepta ayuda de personas con altas capacidades organizativas (eso incluye también la posibilidad de darme pautas para ordenar mi habitación, que os aseguro que está siempre más chapucera de lo que nadie imagina).

En fin, que hasta aquí llega mi primera entrada, que no sé si ha sido para poneros al corriente de todo a quienes me leáis o a mí misma…

¡Deseadme suerte!

Lorena Hernández Vela