viernes, 15 de octubre de 2010

El móvil

Esperaba, como siempre, el sonido del teléfono. Pero sólo si al descolgar fuera su voz lo que escuchara. Llevaban tres años de relación, y sus peleas, inapelablemente, eran como aquella: ella le recriminaba a él algo, él se subía por las paredes, la discusión subía de tono para que el chico acabase desapareciendo unos días, no sin antes llamarla amargada.

A veces llevaba razón él en los enfados. Otras ellas. Pero de cualquier forma, siempre era la muchacha quien debía dar el primer paso a la reconciliación. Y él quien se hacía de rogar hasta que decidía aceptar sus disculpas. Miguel era español, y como tal, había hablado siempre la lengua castellana, pero aún así nunca había aprendido a decir “perdón” en ese idioma.
Al principio, ella solía llamarlo justificándose y rogando que olvidaran los rencores, pero él le contestaba con ironías y soberbia, por lo que se prometió a sí misma que, por más que doliese, jamás volvería a arrastrarse ante él. Así que comenzó a hacer algo peor: dejaba que fuese él quien regresara cuando se le antojara y ambos fingían que no había pasado nada. Ni siquiera tenía derecho a preguntar qué hacía su novio en sus improvisadas ausencias, ya que de ese modo sólo conseguía volver a provocar su enojo.

En resumen, cuando la chica reclamaba el perdón, él no se lo concedía sin humillarla cuanto podía. Pero si era Miguel quien tenía ganas de buen humor, quedaba impune sin siquiera formular una disculpa.

En esas estaba aquella tarde, casi anocheciendo: sola, en casa, con la tele encendida pero manteniendo fija la mirada en la pantalla del móvil, malgastando sus esperanzas en vano. De pronto, la luz se encendió. Ilusionada, leyó el nombre de la llamada entrante, para llevarse un chasco: era Noelia, una de sus mejores amigas. Habían quedado todas para cenar esa noche. Ella sería, como de costumbre desde que empezó a salir con Miguel, la única que iba a faltar, así que estaría bien que acudiese. Aunque fuese por una vez. Ante el tonito de reproche de Noelia, acabó accediendo. Se arregló rápidamente y bajó al punto de encuentro.

En la cena tomaron vino. Ella no estaba acostumbrada a beber, por lo que enseguida notó los efectos del alcohol. Ahogó en él a duras penas el recuerdo de su pareja y de cómo la ignoraba, al tiempo que se dispuso a regalarse esa noche solamente a sí misma.

A la mañana siguiente, se despertó con una inusual resaca y pasó varias horas llorando, aumentando así su jaqueca, por la inexistente llamada de Miguel. Entonces oyó el tono de su móvil. De nuevo, se abalanzó desesperada sobre él, y de nuevo cayó en un pozo de desilusión: era un número desconocido.

“Igual me llama desde otro teléfono”, pensó, y descolgó el aparato con una llamita de esperanza. Ésta se vio truncada cuando, al otro lado de la línea, sonó una voz masculina, pero no la que ella deseaba escuchar. Su interlocutor le dijo que era un chico al que habían conocido ella y sus amigas la noche anterior. Vagamente recordó a Eric, un joven morenito, no muy guapo pero con una sonrisa sincera y afectuosa a quien contó, al borde de las lágrimas, su historia con Miguel. “Qué vergüenza”, pensó sonrojándose. Aunque se tranquilizó cuando recobró otro recuerdo: Eric también le había hecho a ella la confesión de que hacía varios meses que su chica lo abandonó y desde entonces estaba bastante hundido. Aunque resultase cruel, se sentía reconfortada por no ser la única pringada que se enamorase de alguien que no se merecía ese amor.
Mientras pensaba en todo esto, no se dio cuenta de qué le decía su nuevo amigo. Le dijo que si podía repetirle la pregunta, y él le contestó con una invitación a tomar algo esa tarde. “A no ser que te haya llamado ya tu novio”. Ella eludió esa información y contestó sólo que no le venía muy bien. “Resaca”, alegó.

La llamada se repitió los dos días siguientes, y ella siempre rechazaba la idea de quedar con él, poniendo excusas absurdas. Aún así, las tres llamadas fueron largas. Eric hacía reír a la chica. Sin embargo, pasaba toda llamada en tensión por si justo en ese momento a Miguel le apetecía hacer las paces, la llamaba, y la encontraba comunicando.

Tras cuatro días sin saber nada de él, se sorprendió que esa mañana, al despertarse, el nudo de su tripa era más débil, y que el anhelo de que Eric la llamase era directamente proporcional a la desilusión porque Miguel no lo hacía.

Justo en ese momento, sonó el timbre de la puerta. Fue a abrir y se encontró cara a cara con Miguel.

-Hola, nena. ¿me has echado de menos?- espetó sin mirarle a los ojos al tiempo que la abrazaba. Ella se zafó de su abrazo. Siempre le había dejado hacer y se llenaba de alivio cuando él volvía así. Pero esa vez no. Sólo pudo sentir repulsión.

-¿De menos? Lo que llevo es tres años echándote de más – él la miró, estupefacto-. Mira, Miguel, lo nuestro se ha acabado. No puedo pasarme días esperando que llames o aparezcas. Debo vivir mi vida, no la de alguien que sólo se preocupa por la suya.
Y le cerró la puerta en las narices.

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En la otra punta de la ciudad, Eric marcó el número de la chica. Gruñó algo y lo borró. Ya la había llamado tres veces, no quería ser un pesado. En el fondo sabía que lo rechazaba con excusas, pero quería creer que de verdad tenía compromisos que le impedían tomar con él un triste refresco. Además, ella tenía novio. No le gustaba meterse en medio de una pareja, pero sabía, por lo que ella le había contado, que él no la merecía. Ningún hombre capaz de hacer llorar a su chica merece su amor. Resignado, pensó: “Otra más que echa su vida por la borda por no perder la estabilidad de un novio que, posiblemente, pase muchos años a su lado. Jodiéndoselos todos”. Suspiró. Ni era la primera ni sería la última, tampoco iba a ser él el superhéroe que la rescatase de una existencia infeliz. Así que decidió no volver a llamarla. Y se sintió fatal porque la chica era, de verdad, muy buena.

Justo en ese momento, sonó su móvil. Miró la pantalla y vio que era ella. Sonrió mientras cogía la llamada que supondría el inicio de su nueva y feliz vida.