jueves, 24 de diciembre de 2009

El Festival de Navidad



Odiaba el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad. Le parecía un día horrible. Todos los niños esperaban esa fecha con enorme ilusión, pero no todos los niños eran como él.
Se había despertado, como cada mañana, a las ocho para arreglarse antes de ir al colegio. Se había escogido él sólo su ropa (un jersey de lana rojo lleno de bolitas y sus pantalones negros agujereados, las dos prendas de las pocas que había en su casa que, al menos tenían los colores de los trajes de pastorcillo de sus compañeros). Se vistió sin ayuda de nadie, abrochándose mal los botones y dejándose los faldones del jersey medio pillados, de manera que parte de su espalda quedaba expuesta al frío. Bebió un trago de leche rancia directamente del cartón, y dio gracias al cielo de que, al menos, ese día el almuerzo lo organizaban las mamás del resto para todos. Así no pasaría la vergüenza diaria de pedirle al menos un batido a Loli, su maestra.
Salió de su pequeña habitación y corrió al comedor, donde vio a su madre tumbada en el sofá junto a un hombre, ambos semidesnudos. Al lado, sobre la diminuta mesa en la que rara vez se había colocado un plato de comida, los restos quemados de papel de aluminio, el polvo blanco junto a los carnets de identidad y la botella vacía de vodka indicaba que, como casi cada noche, su madre había decidido vender su cuerpo a cambio de sustancias que la hicieran evadirse del mundo real.
Con siete años, él ya era todo un experto en ese mundo. Sabía perfectamente cuáles eran los efectos de la drogadicción y había visto a su madre yacer junto a decenas de hombres.
Mientras sus amigos pasaban las tardes ante la televisión y los videojuegos, él se encerraba en su cuarto tratando de ignorar los gemidos de su madre y del cliente de turno. A una edad en la que pocos niños de su clase ayudaban alguna vez en casa a quitar la mesa, él era, en la suya, el encargado de recoger los restos de cocaína que las manos temblorosas de quien debería haberle cuidado dejaban caer. A pesar de que a su edad todos los niños acudían a sus madres para que les curasen las rodillas raspadas tras una caída, él llevaba mucho tiempo aplicando antiinflamatorios en los morados que poblaban la débil piel de la suya cuando algún cliente insatisfecho o con ganas de sentirse superior la golpeaba como a una vieja muñeca.
Cristian no era en absoluto un niño feliz. Hacía mucho tiempo que no sonreía, y aunque trataba de ser buen estudiante, cada vez le costaba más concentrarse en las lecciones, tanto en casa como en clase. Sin embargo, le encantaba el colegio. Le resultaba curioso que al resto de sus compañeros se les hiciese eterno el paso del reloj cuando estaban allí y esperaban ansiosos la hora del patio. Él adoraba estar en clase. Sobretodo por estar junto a Loli. Cristian hubiese dado casi cualquier cosa porque su mamá fuese como ella…
Iba pensando en todo eso cuando llegó a la escuela. Todos los niños iban vestidos de pastorcillo. Aquel era el último año que lo harían, puesto que al siguiente ya estarían en tercero, y los chicos mayores ya no se divertían de esa manera. Él suspiró con aplomo. Ninguno de sus cinco primeros años de escolarización, en los que los niños celebran la llegada de la Navidad cantando vestidos de pastores, él había podido hacerlo. Siempre llegaba con su ropa vieja que trataba de parecerse a la del resto sin llegar a asemejarse en lo más mínimo. Todas las miradas en el escenario que se dirigían a él eran para preguntarse que por qué ese niño iba vestido de pobre y no de pastor que adorase al niño Jesús.
“No llores”, se dijo. No había llorado a los tres, ni a los cuatro, ni a los cinco, ni a los seis años, porque creyó a todo el mundo cuando le dijeron que un pastor puede ir vestido con vaqueros raídos. Pero a los siete años ya era lo suficientemente mayor para saber que no era así. En el portal de Belén nadie llevaba pantalones desgastados que le quedasen cortos ni un jersey gastado. Pero si bien era mayor para saber eso, también lo era para llorar. A los siete años sólo lloran los niños de mamá. Y él no lo era. Cristian debía ser fuerte porque nadie iba a serlo por él. Y sin embargo… Sin embargo una lágrima empezó a deslizarse por su mejilla. Se la secó con rabia, y aspiró aire fuerte con la nariz, para justo después seguir andando al frente con fingida indiferencia.
Pasó junto a un grupito de niños que charlaba sin prestarle apenas atención.
-A mí Papá Noel me va a traer una cocinita- dijo Sara.
-A mí un coche teledirigido- quiso apuntar Raúl.
-Pues yo me he pedido un balón, un videojuego y una bici- se pavoneó Martín.
-La bici que me traerá a mí va a ser la de Hello Kitty- sonrió Laura.
“A mí me van a traer un hombre que toquetee a mi madre y unos gramos de coca”, pensó con dolor.
Entonces la voz de Loli llegó desde atrás.
-Cristian-susurró con la dulzura que su madre le negaba-. Ven.
Él la siguió con la ceguera del polluelo que sigue a la gallina, convencido de que su maestra nunca le negaría una sonrisa o una caricia por mal que hiciese las cosas. Sabiendo que ella nunca le chillaría, ni le pegaría, ni le dejaría sin comer porque se gastara el dinero en drogas. Sabía que con ella, él sería el pequeño y protegido, y no un adulto con responsabilidades. A pesar de la desconfianza que los mayores despertaban en él.
La maestra lo guió hasta dentro de la clase.
-Quítate esa ropa.
Cristian se asustó. Eso era lo que su madre les decía a sus clientes cuando ellos descubrían al niño agazapado en un rincón y se mostraban reticentes a seguir. ¿No querría ella hacerle esas cosas que su madre hacía con aquellos hombres? Porque a él le daba mucho miedo… “Es sólo sexo, no se va a morir por verlo”, decía su madre después. Pero él estaba convencido de que, aunque no se fuese a morir, no le gustaba verlo. Ni oírlo. Aunque no supiese muy bien qué era.
-¿Para qué?- preguntó con voz temblorosa.
Loli alargó su mano para sacar algo de una bolsa.
El corazoncito de Cristian empezó a latir con fuerza. ¿Y si sacaba unas esposas como las que su madre usaba a veces?
Pero no. Loli sacó algo que hizo que las lagrimillas volvieran a asomar a los ojos del niño. Pero esta vez el motivo era la alegría.
-Póntelo.
Había varias cosas. Una era un jersey nuevo, rojo también, pero para estrenar. Luego sacó también ropa interior limpia, y unos pantalones sin ningún agujero. Le ayudó a ponérselo. Por primera vez desde que empezó el colegio, alguien le ayudó a vestirse. Cuando estuvo bien abrigadito, Loli le ayudó a colocarse un chaleco de lana blanca con un zurrón y un gorrito a juego.
-Qué bien te queda- dijo la maestra-. Seguro que el niño Jesús se pondrá muy contento de ver que un pastor tan guapo le canta un villancico.
Cristian bajó los ojos con un nudo en la garganta.
-Pero te falta algo-se quejó ella, con gesto pensativo-. No se pueden cantar villancicos sin tener una enorme sonrisa en la cara.
Cristian sonrió de todo corazón. Le gustaba sentirse querido y que le trataran como lo que, por más que le negasen, era: un niño pequeño.
-Gracias por portarte como una mayor conmigo- dijo, alzando por fin los ojos. Y entonces descubrió que también en los de la joven maestra había tantas lágrimas como en los suyos.
-Gracias a ti por darme más motivos aún para convencerme de que ser maestra es la profesión más gratificante del mundo.

viernes, 18 de diciembre de 2009

¡Nieve!



A veces los malos días empiezan siendo muy buenos. Pero también los días que parecen feos pueden convertirse en preciosos.

Yo odio los jueves. Los odio. Se me hacen pesadísimos. Desde que empecé con las oposiciones, el primer martes de octubre, yo soy quien elabora mis propios horarios. Pero los jueves estoy obligada a levantarme a las ocho, coger el autobús a las nueves, entrar a clase a las diez, tomar otro autobús a las doce y media... No es en absoluto algo horrible, sino sólo cotidiano, pero hora que he sentido qué es eso de llamar al tiempo MÍO, los jueves me da la sensanción de que la mañana está presa en un malvado horario preestablecido. Es un horror. Hasta el año pasado era tan solo lo normal, pero ahora lo considero una pesadilla. Pequeña y llevadera, sí, pero pesadilla.

Este jueves empezó como todos: mirando el reloj a cada momento para pasar de hacer una cosa que no me apetece a hacer otra que me apetece menos. Pero llegó la tarde, y con ella, como siempre, también vino él.

No estaba planeado, de la nada surgió la idea, y sin pensarlo más, allí que nos plantamos: ¡EN LA NIEVE! Los dos juntitos en un paraje totalmente blanco tiritando el uno al lado del otro. Con las naricitas rosas y los labios lilas.

Fue perfecto...

Sólo tú puedes coger un jueves gris y pintarlo todo de blanco para mí...

Pero no sólo por eso te quiero...

¡Te quiero por todo!