lunes, 15 de noviembre de 2010

Medalla de bronce en mi especialidad

Hoy, estando en una plaza en la que estaban reunidas alrededor de unas mil personas, alguien, cuya identidad desconozco, ha tenido la genial idea de lanzar un petardo borracho, que ha atravesado toda la plaza y ha quemado el pelo de una niña, el culo de una señora, y mi espalda, agujereando mi camiseta. De entre un millar de personas, tan solo dos tienen peor suerte que yo. Debo haber hecho algo malo, pues mi karma me las quiere pagar.

viernes, 15 de octubre de 2010

El móvil

Esperaba, como siempre, el sonido del teléfono. Pero sólo si al descolgar fuera su voz lo que escuchara. Llevaban tres años de relación, y sus peleas, inapelablemente, eran como aquella: ella le recriminaba a él algo, él se subía por las paredes, la discusión subía de tono para que el chico acabase desapareciendo unos días, no sin antes llamarla amargada.

A veces llevaba razón él en los enfados. Otras ellas. Pero de cualquier forma, siempre era la muchacha quien debía dar el primer paso a la reconciliación. Y él quien se hacía de rogar hasta que decidía aceptar sus disculpas. Miguel era español, y como tal, había hablado siempre la lengua castellana, pero aún así nunca había aprendido a decir “perdón” en ese idioma.
Al principio, ella solía llamarlo justificándose y rogando que olvidaran los rencores, pero él le contestaba con ironías y soberbia, por lo que se prometió a sí misma que, por más que doliese, jamás volvería a arrastrarse ante él. Así que comenzó a hacer algo peor: dejaba que fuese él quien regresara cuando se le antojara y ambos fingían que no había pasado nada. Ni siquiera tenía derecho a preguntar qué hacía su novio en sus improvisadas ausencias, ya que de ese modo sólo conseguía volver a provocar su enojo.

En resumen, cuando la chica reclamaba el perdón, él no se lo concedía sin humillarla cuanto podía. Pero si era Miguel quien tenía ganas de buen humor, quedaba impune sin siquiera formular una disculpa.

En esas estaba aquella tarde, casi anocheciendo: sola, en casa, con la tele encendida pero manteniendo fija la mirada en la pantalla del móvil, malgastando sus esperanzas en vano. De pronto, la luz se encendió. Ilusionada, leyó el nombre de la llamada entrante, para llevarse un chasco: era Noelia, una de sus mejores amigas. Habían quedado todas para cenar esa noche. Ella sería, como de costumbre desde que empezó a salir con Miguel, la única que iba a faltar, así que estaría bien que acudiese. Aunque fuese por una vez. Ante el tonito de reproche de Noelia, acabó accediendo. Se arregló rápidamente y bajó al punto de encuentro.

En la cena tomaron vino. Ella no estaba acostumbrada a beber, por lo que enseguida notó los efectos del alcohol. Ahogó en él a duras penas el recuerdo de su pareja y de cómo la ignoraba, al tiempo que se dispuso a regalarse esa noche solamente a sí misma.

A la mañana siguiente, se despertó con una inusual resaca y pasó varias horas llorando, aumentando así su jaqueca, por la inexistente llamada de Miguel. Entonces oyó el tono de su móvil. De nuevo, se abalanzó desesperada sobre él, y de nuevo cayó en un pozo de desilusión: era un número desconocido.

“Igual me llama desde otro teléfono”, pensó, y descolgó el aparato con una llamita de esperanza. Ésta se vio truncada cuando, al otro lado de la línea, sonó una voz masculina, pero no la que ella deseaba escuchar. Su interlocutor le dijo que era un chico al que habían conocido ella y sus amigas la noche anterior. Vagamente recordó a Eric, un joven morenito, no muy guapo pero con una sonrisa sincera y afectuosa a quien contó, al borde de las lágrimas, su historia con Miguel. “Qué vergüenza”, pensó sonrojándose. Aunque se tranquilizó cuando recobró otro recuerdo: Eric también le había hecho a ella la confesión de que hacía varios meses que su chica lo abandonó y desde entonces estaba bastante hundido. Aunque resultase cruel, se sentía reconfortada por no ser la única pringada que se enamorase de alguien que no se merecía ese amor.
Mientras pensaba en todo esto, no se dio cuenta de qué le decía su nuevo amigo. Le dijo que si podía repetirle la pregunta, y él le contestó con una invitación a tomar algo esa tarde. “A no ser que te haya llamado ya tu novio”. Ella eludió esa información y contestó sólo que no le venía muy bien. “Resaca”, alegó.

La llamada se repitió los dos días siguientes, y ella siempre rechazaba la idea de quedar con él, poniendo excusas absurdas. Aún así, las tres llamadas fueron largas. Eric hacía reír a la chica. Sin embargo, pasaba toda llamada en tensión por si justo en ese momento a Miguel le apetecía hacer las paces, la llamaba, y la encontraba comunicando.

Tras cuatro días sin saber nada de él, se sorprendió que esa mañana, al despertarse, el nudo de su tripa era más débil, y que el anhelo de que Eric la llamase era directamente proporcional a la desilusión porque Miguel no lo hacía.

Justo en ese momento, sonó el timbre de la puerta. Fue a abrir y se encontró cara a cara con Miguel.

-Hola, nena. ¿me has echado de menos?- espetó sin mirarle a los ojos al tiempo que la abrazaba. Ella se zafó de su abrazo. Siempre le había dejado hacer y se llenaba de alivio cuando él volvía así. Pero esa vez no. Sólo pudo sentir repulsión.

-¿De menos? Lo que llevo es tres años echándote de más – él la miró, estupefacto-. Mira, Miguel, lo nuestro se ha acabado. No puedo pasarme días esperando que llames o aparezcas. Debo vivir mi vida, no la de alguien que sólo se preocupa por la suya.
Y le cerró la puerta en las narices.

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En la otra punta de la ciudad, Eric marcó el número de la chica. Gruñó algo y lo borró. Ya la había llamado tres veces, no quería ser un pesado. En el fondo sabía que lo rechazaba con excusas, pero quería creer que de verdad tenía compromisos que le impedían tomar con él un triste refresco. Además, ella tenía novio. No le gustaba meterse en medio de una pareja, pero sabía, por lo que ella le había contado, que él no la merecía. Ningún hombre capaz de hacer llorar a su chica merece su amor. Resignado, pensó: “Otra más que echa su vida por la borda por no perder la estabilidad de un novio que, posiblemente, pase muchos años a su lado. Jodiéndoselos todos”. Suspiró. Ni era la primera ni sería la última, tampoco iba a ser él el superhéroe que la rescatase de una existencia infeliz. Así que decidió no volver a llamarla. Y se sintió fatal porque la chica era, de verdad, muy buena.

Justo en ese momento, sonó su móvil. Miró la pantalla y vio que era ella. Sonrió mientras cogía la llamada que supondría el inicio de su nueva y feliz vida.

domingo, 18 de julio de 2010

Culpable. Segunda parte.

Por si las moscas, esta entrada es la continuación de la de abajo, así que si queréis leerlo entero, seguid bajando un rato y luego, vuelta "pa' riba" :)






No lo logro comprender. Hemos tenido un día perfecto, y por culpa del alcohol, tiene que estropearse. Ojalá no bebiese nunca más... Vale, no suele hacerlo, pero es que cuando bebe más de la cuenta, se vuelve de un paranoico...

¿Es normal que se enfade por esa chorrada? Es cierto que nos hemos reído de él porque se quedase durmiendo de pie, pero es que no es para menos... Es ridículo... Y no voy a llorar, ¿no? ¿Qué quiere que haga? Pues reirme de él, por payaso. Ay, si no fuese tan bueno y dulce en circunstancias normales...

¿Dónde estará? Hace diez minutos que salió del pub y no lo encuentro. Seguro que está cerca de su portal, ya. No debería haberme parado a recoger el bolso, así no le habría perdido el rastro. De todas formas, lo habrían recogido mis amigas de la percha del pub y me lo darían mañana. Ahora tengo el bolso, sí, pero como Darío esté dentro de su piso y dormido, a ver quién lo despierta... Y mi casa está muy lejos para ir andando ahora. Ojalá no me hubiese parado por el bolsito de las narices... Aunque él no quería que lo siguiese, se hubiese enfadado más, ahora seguro que de la cogorza que lleva ni se acuerda de que está enfadado y me abraza como si tal cosa. Mejor así, odio el nudo que se empeña en vivir en mi estómago cuando él me grita o me dice cosas que duelen. No soporto que esté enfadado conmigo.

Ya estoy llegando, veo el portal. Y ese chico... ¿No es Darío? ¿Qué hace sentado en la escalera? Madre mía, está hecho polvo. Le digo que qué ha pasado, aunque es evidente si miro al suelo: ha echado hasta la primera papilla. Menuda impresión más positiva para los nuevos vecinos. Me mira sonriendo. "He bebido demasiado, princesa". El corazón me da un vuelquecito de alivio. Al menos se le ha pasado el mosqueo. Pero tengo que ser dura, ahora debo mostrarme enfadada yo. Primero, por liármela en el pub. Segundo, por haber bebido hasta vomitar. Y tercero, porque me va a tocar a mí llevarlo a casa, quitarle la ropa y bajar a fregar esto antes de que los vecinos crean equivocadamente que el nuevo residente del edificio es un borracho. Además, sin cobrar un céntimo, sólo por amor al arte. O mejor dicho, por amor al artista que ha "pintado un abstracto" en el suelo del portal.

Con esfuerzo, lo llevo hasta el 5º, le saco las llaves del bolsillo, abro y lo tumbo en la cama. Él colabora todo lo que puede, pero no es mucho, la verdad. Le quito los zapatos y la ropa. La dejo toda esturreada, se merece algo de trabajo para mañana: nunca está de más ordenar la casa con resaca si te has portado mal. Preparo mi pijama y mi cepillo de dientes para cuando vuelva de hacer de chacha. Cojo la fregona y el cubo lleno de agua turbia (en la fiesta han habido un par de vuelcos de vasos y paso de cambiar el agua, demasiado estoy haciendo por este pequeño trozo de alcornoque), y bajo por el viejo ascensor. Ya en el portal, suspiro de rabia y me pongo a evocar a Cenicienta. El final perfecto para un sábado que habías planeado con ilusión, Laurita. ¿Podría ser peor?

Justo entonces se abre la puerta y entran a la finca tres chavales de unos dieciséis años, también cargaditos de alcohol, y me doy cuenta de que sí, de que todo puede empeorar SIEMPRE. ¿Qué he hecho yo para merecer tanto niñato borracho esta noche, Dios mío?

Los chicos empiezan a atosigarme. Quieren que le dé un beso al que parece ser el líder. Les digo que prefiero morirme antes que rozar su cara con un palo. No tengo el ánimo como para aguantar tonterías de nadie. "Pues si prefieres morir", contesta el chaval, "tranquila. Cumpliremos tu deseo".

Me río por el atrevimiento del fantoche éste, pero justo entonces el más grandote me agarra los brazos mientras el líder me sujeta la cabeza con fuerza. El tercer chico se queda atrás, observando con expresión de horror lo que me hacen los otros dos. Clavo mis ojos fijamente en los suyos, suplicando ayuda con la mirada, y es entonces cuando me doy cuenta de que es más pequeño que los otros, no pasará de los trece años, y se parece mucho físicamente al vacilón que aprieta mi cráneo.

"Déjala, tete. Tiene miedo, pobrecilla. Ya te han besado cinco esta noche, has superado la apuesta de Héctor. Deja a esta chica". Súplicas, súplicas y más súplicas de un niño con más sentido de la responsabilidad que su hermano mayor. De un niño que ha sabido ver el miedo en mis ojos y ha escuchado el ritmo frenético de mi corazón sólo con fijarse en mi cara. Súplicas desatendidas.

"Las mujeres deben aprender a medir sus palabras, Fran. Esta zorrita debe pagar por haberme humillado". Acto seguido, golpea mi cabeza tres o cuatro veces contra los salientes de la pared. Noto la sangre manchando mi pelo. Mi pelo largo, que tanto gustaba a Darío...

Caigo al suelo medio inconsciente, y el desgraciado que me ha atacado se tumba a mi lado y me besa. Me mete la lengua en la boca, que tengo entreabierta, porque me cuesta respirar.

Asqueada, me doy cuenta de que voy a morir con el amargo sabor del beso de mi asesino en los labios, a pocos metros de la persona que amo, que duerme cinco pisos más arriba, ajeno al hecho de que su novia se va apagando como una vela en un vendaval.

Y entonces, un último y aterrador pensamiento pasa fugaz por mi cabecita herida: la discusión en el pub ante mis amigas, mis cosas en su casa, la sangre en el portal... Todas las pruebas de este horrible crimen apuntan a mi pobre Darío.

domingo, 4 de julio de 2010

Culpable. Primera parte.



Los dos hombres utilizan una fuerza innecesaria mientras me conducen al edificio. De vez en cuando sueltan algún insulto o me dan un pisotón en la parte trasera de los pies, fingiendo que lo hacen sin querer, pero soltando risitas que dejan claro que quieren hacerme daño a pesar de que saben que está penado. También en algún momento clavan sus dedos con fuerza en un punto concreto entre mis hombros de manera que me retuerzo de dolor, cosa que aprovechan para simular que me resisto a caminar y así poder empujarme e insultarme de nuevo.

En la puerta del edificio se congrega una pequeña multitud que me grita y me llama, presa de la furia, asesino. No sé cómo han podido enterarse todas esas personas tan pronto, no ha habido tiempo para que la noticia trascienda a los medios. Sin embargo, en un pueblo no muy grande, es lógico que los rumores corran a gran velocidad y sin control.

¿Y si tuviesen razón? Yo sería incapaz de hacer una cosa así, pero… ¿Qué otra explicación hay?

Me conducen por un sinfín de pasillos hasta llegar a una sala minúscula, casi como un zulo, con una vieja mesa de contrachapado y dos sillas acolchadas enfrentadas a una de apariencia incómoda. Me hacen sentar en esa mientras que un tercer hombre entra en la sala y se presenta como el comisario Martínez.

-Darío, confesar te será lo más sencillo. Tu condena será rebajada y la familia de Laura verá reducida su tremenda pena. Tú la querías, a ella y a los suyos, no dejes que sufran aún más. La mataste, ¿verdad? Discutisteis y, en un momento de ofuscación, la golpeaste sin pensar que las consecuencias serían tan graves, pero al ser consciente de la magnitud de tu acción, te asustaste y decidiste deshacerte del cuerpo.

Niego con la cabeza mirando fijamente la esquina de la mesa que más cerca tengo. No puede ser, me repito… Pero no sé cómo disculparme, no tengo ninguna coartada. Y lo peor es que tampoco tengo recuerdos nítidos de esa noche, por lo que no puedo covencerme ni a mí mismo. ¿Y si de verdad pasó como dice el comisario? ¿Cómo puedo estar seguro de que no está en lo cierto?

El comisario hace una seña a uno de los dos policías que me han traído hasta aquí. Éste saca un sobre de un cajón y me lo entrega. Lo abro con cuidado y saco unas fotos. Es Laura. Mi Laura, mi princesa, la chica de mi vida. Está tumbada en el suelo, con su largo pelo castaño teñido de rojo por la sangre. Sus grandes ojos están blancos, vueltos hacia atrás, escondiendo para siempre su iris verde. La boca entreabierta y los brazos colocados en una difícil postura no hacen más que añadir dramatismo a la escena. Me estremezco y rompo a llorar como un niño pequeño. No puede ser que esa muñeca rota sea ella. No puede ser que en ese trozo de carne muerta hubiesen habitado las innumerables sonrisas, ilusiones y sueños que Laura me regalaba a diario.

Y no puedo haber sido yo quien haya sacado toda esa vida del cuerpo que más amo…

Me esfuerzo en recordar aquel fatídico día, a pesar de las lágrimas, y pienso hasta que me duele la cabeza. Habíamos estado en mi piso, que acababa de comprar con lo que llevaba ahorrando desde mis dieciséis años. Habíamos estado puliendo los pequeños detalles que iban a hacer de su fiesta de inauguración un éxito. Después, hicimos el amor con la ternura que sólo ella me entregaba.

Nuestros amigos fueron llegando, cómo no, con alcohol en abundancia. Somos jóvenes que rondan la veintena en los albores del siglo XXI, consideramos muy normal beber en una fiesta. Todos lo hacen, y nosotros también. A medida que el alcohol se va asentando en mis venas, veo a Laura moverse, con su habitual sonrisa, de aquí para allá, mirándome de vez en cuando con su serena alegría. De manera confusa, recuerdo un par de abrazos fugaces cargados de cariño. Sonrío sádicamente entre mis copiosas lágrimas al recordarlo. ¿Cómo voy a vivir con la certeza absoluta de que jamás repetiremos ese tipo de momentos de complicidad?

Sigo con mi reconstrucción mental. Hacia las dos de la mañana, decidimos terminar la fiesta en algún pub. Una vez allí, doy varias cabezadas aún estando de pie. Me da rabia, porque yo no suelo tener un mal beber. Soy consciente de que es ridículo, llenarse de alcohol el cuerpo para luego acabar hecho polvo dormitando en un pub sin poderme sentar, y eso me pone de mal humor. Veo que Laura y sus amigas me miran y se ríen. No tiene gracia, no debería reírse de mí con sus amigas. Ella no querría que yo hiciese eso en caso de ser ella quien hubiese bebido más de la cuenta. No recuerdo qué le digo, pero sé que atisbo incomprensión en sus ojos y me voy del local. Ella sale detrás de mí gritando mi nombre, pero no me vuelvo. El orgullo me ciega. Por el rabillo del ojo, la veo volver a entrar en el pub. Lo único que recuerdo es que sigo camino hasta mi casa y me duermo.

Al día siguiente, me despiertan las voces de los policías que aporrean mi puerta. Laura ha desparecido. Tres días de intensa búsqueda, hasta que por fin aparece tras unos matorrales en un parque al que no va nadie, a pocos metros de mi casa. Horas después de ser consciente de que la chica a la que quiero desde hace casi tres años está muerta, me dicen que en mi portal hay restos de sangre que coinciden con su ADN y que el hecho de que sus cosas estuviesen en mi casa me implican aún más en el caso. Además, sus amigas afirman que yo había bebido mucho y que me marché del local enfadado con ella sin motivo, después de haberle dicho, sin dar una explicación, que conmigo no se pasase.

Soy el principal sospechoso en la muerte de Laura. Y ni siquiera yo sé si de verdad la maté.

Recuerdo la cara de su madre mientras buscaba a su hija con desesperación. Recuerdo el dolor al encajar el duro golpe de su muerte. Y las lágrimas de su padre, un hombre fuerte que jamás había mostrado sus sentimientos abiertamente desde que lo conocí. La rabia de su hermano pequeño. La incomprensión de sus amigas.

Ellos ya habían sufrido demasiado. Buscar ahora un culpable no hará más que multiplicar su dolor.

Y mi vida sin Laura ya va a ser un sinsentido, ¿qué más me da llorar en casa, solo, con todas sus fotos colgadas por la pared recordándome lo feliz que era y que jamás volveré a ser, o hacerlo en la cárcel, sin nada que me haga ver cómo la vida se ríe de mí por lo que me ha robado?

Además, la única hipótesis que encaja es la que me ha dado el comisario Martínez… Que yo sea el asesino. Sí, lo más seguro es que él tenga razón. Y que deba confesar para no hacer sufrir más a la familia de la chica que más he querido.

-Sí, yo la maté. Se rió de mí en el pub porque había bebido mucho, por eso me fui a mi casa. Ella se empeñó en seguirme, discutimos en mi portal, me sacó de quicio y la empujé contra la pared, que tiene varios salientes, y ella se dio con fuerza contra uno de ellos. Había mucha sangre, y me di cuenta de que poco a poco se apagaba. Traté de reanimarla, pero no supe cómo, así que decidí llevarla lejos de mi casa. Yo soy el asesino de mi vida…

lunes, 28 de junio de 2010

Mis cuatro mujercitas :)

Son unas pesadas... Cada vez que tengo ganas de llorar, ellas se plantan por medio para hacerme reír... ¡No hay derecho!

Tienen la capacidad de saber de antemano cuándo estoy mal y el motivo. Además, nunca dudan al tratar de dar la solución. O, por lo menos, hacen que los momentos malos en espera a que lleguen los buenos sean más divertidos. Porque sois muy payasitas, ¿eh?

Lo mejor de todo es que sois mis cuatro pares de orejas favoritas. Mirad que yo puedo llegar a rayarme, hablar durante horas, disertar sobre mis preocupaciones y llenar mañanas, tardes y noches con monólogos sobre mis historias. Cualquier persona pillaría migrañas escuchándome. Pero vosotras no... Cogéis y aguantáis el chaparrón sin decir ni mu, hasta que llega el momento de dar el consejo. Y siempre son consejos sabios. Y lo más importante: que los dais con el corazón, os arriesgáis y decís de verdad lo que creéis mejor para mí. Los consejos son gratis, sí, pero valen más que el oro. Y vosotras me los regaláis sin cobrarme un céntimo. ¡Qué majas y generosas!

Mis Nenukys... Estoy segura de que cuando Dios inventó el concepto de "amistad" os tomó a vosotras como patrón... Fuisteis el molde sobre el que se creó la complicidad, la solidaridad, la ayuda... Y todas esas sonrisas que sólo los amigos de verdad pueden regalarse... Sois tan petardas que con vosotras una no puede ni llorar triste...

Un ejemplo es lo que viví la otra noche con Sheyla... ¿Cómo puedo recordar una noche en que estaba triste y pensar en lo bien que lo pasé? Y con Mari también me ha pasado muchas veces, digo ésta porque es la más reciente... Por vuestra culpa soy una friki, mirad qué gracia...

Sheyla, no sabes cuánto agradezco que sepas decir la verdad SIEMPRE. No me cansaré de repetirlo, pero eres la persona más sincera que conozco, por eso tus consejos como un tesoro. Jamás podré olvidar lo de la otra noche... Que hicieses algo que odias por mí... ¡Me haces sentir tan importante! Eres un sol, me alumbraste toda la noceh con tus rayos, jeje.Gracias, mi niña...



Mari, tú eres la persona con la que más cosas he vivido... Toda una vida contigo, desde que teníamos cuatro añetes y no medíamos ni un triste metrito. Creo que me conoces mejor que yo misma... Sabes qué es lo que realmente quiero, preves mis comportamientos y mis necesidades de una forma impresionante, y haces unos "sándwiches"... Gracias también.

A mi hermana, Anita... Nos llevamos como el perro y el gato y somos como la noche y el día... Siempre peleándonos, pero nunca por nada importante. Todas nuestras discusiones son por vanalidades... Las únicas cosas importantes entre nosotras son las buenas... Como que pidieses ese deseo... Fue una sorpresa muy grata... Quiero que sepas que si tuviese otra vida, elegiría tener a una hermana tan perfecta como tú, sin malicia y sin capacidad para recordar lo malo, siempre prodigando cariño y sonriendo a la vida y a quienes te queremos... Si es que eres la alegría de la huerta, y estoy muy orgullosa de ti por haber sacado estas notazas que has traído hoy... Si es que desde que eras un moquito yo he tenido claro que tú ibas a aser una bailarina de prestigio... Gracias por nuestras charlas raras y locas, esas desvariaciones cuando llevamos demasiado tiempo encerradas en casa... Y aunque no te lo diga con toda la frecuencia que debería.... ¡TE QUIERO!





Y a mi mami no le voy a escribir mucho porque sino me pondré a llorar de la emoción y se me mojará el teclado... Cosa que sería fatal, porque el ordenador y todos sus complementos ya tienen una edad en que la humedad no les hace ningún bien... ¿Qué decir de una tía que es capaz de perder una mañana entera en un instituto alejado de la mano de Dios ayudando a su hija de 21 tacos a prepararase las oposiciones? ¿Qué puedo decir de una mujer que se pierde su telebasurilla cada vez que le pido que coja el libro y aguante que le taladre horas y horas con el tostón del temario de oposiciones? Lo mejor que puedo decir de ella es que me dio la vida un 21 de agosto y que cada día que pasa vuelve a hacerme sentir viva... Soy la persona más afortunada del mundo por tener una mami como tú, tan pesada, gritona... Y con un corazón tan gigante como el tuyo. A ti te regalo el agradecimiento más grande de todos, porque tú eres mi principio, y seguirás conmigo hasta el final.




Os quiero a las cuatro...

viernes, 11 de junio de 2010

Adiós, Ivana

La miro desde mi silla y me pregunto cómo voy a hacerlo. ¿Cómo voy a dejarla? A ella... Ni más ni menos que a ella, la persona que más quiero en el mundo. Pero no me queda otra opción.

Ella levanta la vista y me clava sus grandes ojos castaños. Intuye que algo va mal, y me lanza una sonrisa que trata sin duda de levantarme el ánimo. Da un tierno beso a su muñeca y le deja restos de chocolate en la cara de plástico. Luego la deposita con ternura en la caja de zapatos que cumple el papel de cuna. Se encarama a la silla que hay junto a la mía y se mira un rato los pies.

Esos pies diminutos que tanto adoro...

Por fin se atreve a preguntar.

-Mami, ¿qué te pasa?

-Nada, cielo...- se me hace un nudo en la garganta. No encuentro palabras para explicarle a mi hija de tres años que voy a dejarla para siempre. Que la voy a abandonar en un centro de acogida en el que ella no será la princesita encantada, sino un simple plato más que llenar. Y encima pedirle que nunca olvide que la quiero-. Estoy bien, tesoro.

-No... Tú tienes pena... Dora y yo te escuchamos llorar anoche. Y aún tienes los ojos rositas...

Es demasiado lista. Respiro hondo. Las lágrimas me suben rápidamente a los ojos y me las limpio disimuladamente. Éste está siendo sin duda el peor momento de mi vida. Pese a haber vivido cinco años de pesadilla, nada puede superar la angustia que invade ahora.

Recuerdo el día que dejé mi país de origen. Dieciséis años, un cuerpo joven sin un gramo de grasa, y las ilusiones causadas por las promesas de un hombre con demasiada experiencia engañando a niñas incautas. La despedida de una madre con demasiados problemas económicos como para preocuparse de la marcha de la mayor de sus siete hijos. La llegada a España... Un lugar donde ser libre, pensaba... Y que al final significó mi esclavitud.

Cinco años encerrada en un prostíbulo en el que era violada. Violada, sí, porque se hacía en contra de mi voluntad, y el único aliciente que encontraba en satisfacer a aquellos hombres era que, si se marchaban contentos, Vladimir, quien se había hecho pasar por mi gran amor, no me daría una paliza. Cinco años durmiendo en una habitación de diez metros cuadrados con otras ocho mujeres que sufrían el mismo infierno.

Y entonces llegó ella. Un embarazo no deseado. La hija de cualquier vejestorio putero y de la zorra que se escapó de casa con la cabeza llena de pájaros para darse cuenta de que el único pájaro era ella al caer en las garras del cazador. Una bastarda. Mi niña. La que hizo que abrir las piernas no fuese un suplicio tan grande, porque me consolaba el pensar que cada amanecer podría volver a tenerla en mis brazos. Una niña guapa, lista y vivaracha, que se convirtió en el juguete de todas las prostitutas que estábamos allí. Y era mía.

Ivana.

Un día, mi compañera Rosario y yo logramos escapar. Un golpe de suerte. Cogimos a la pequeña, que entonces tenía dos años, y recorrimos kilómetros al norte. Alquilamos un apartamento diminuto y nos establecimos las tres allí. Rosario y yo empezamos a trabajar limpiando pisos, y dejábamos a Ivana en la guardería, donde por fin empezó a jugar con otros niños. La luz del sol le sentaba genial, y mostraba mejor aspecto que el que tenía cuando vivíamos en el prostíbulo. Ahora mi hija estaba teniendo una infancia digna. Lo que había vivido hasta entonces no era adecuado para un niño.

Así vivimos las tres felices durante diez cortos meses.

Hasta que llegó un sobre. Un sobre que contenía una foto en la que salíamos mi niña y yo. Y un manuscrito, con la letra que tanto amé un día: la de Vladimir.

"Sé dónde vives. Tú volverás conmigo y seguirás ejerciendo como la puta que eres si no quieres que Ivana muera degollada como un corderito delante de tus ojos. Y sabes que lo haré".

¿Qué podía hacer? Por experiencia sabía que la policía no detendría a Vladimir. Muchas de mis compañeras lo habían denunciado y habían acabado degolladas como amenazaba hacer con mi hija. No podía huir con ella. Estábamos en la otra mitad de España, y aún así nos había encontrado. Volvería a dar con nosotras. Debía volver con él...

Pero, ¿cómo condenar a mi hija a pasar sus años de niñez en un zulo, a solas cada noche, esperando a que su madre viniese de yacer con desconocidos? ¿Cómo negarle una educación y el poder relacionarse con más niños? Y sabiendo que en cuanto su cuerpo se desarrollase lo más mínimo, Vladimir y sus hombres harían con ella lo que habían hecho conmigo... No, no podía hacerle eso a Ivana.

Yo no iba a ser capaz de vivir sin ella, pero tampoco podía arruinar su vida. Debía renunciar a quien más quería, aunque me fuese la vida en ello.

-Ivana,-le digo en aquella habitación en la que nos había dejado la asistenta social mientras preparaba el papeleo para darla en adopción -. Mamá no puede cuidar de ti. Hay... Hay mucha gente mala que quiere que no estemos juntas. Si me quedo contigo, podrían hacerte daño - el torrente de lágrimas que amenazaba mis ojos revienta el dique que las contenía y se derrama por mi rostro cuando advierto la incomprensión con la que me mira-. Vas a quedarte aquí una temporada, y pronto enocntrarás otra mamá, e incluso un papá, que te querrán con toda su alma y te darán todo lo que yo no puedo darte. Te darán una vida de verdad, princesa.

-Mamá, yo quiero irme contigo- me grita llorando al tiempo que se aferra con fuerza a mi cuello.

Por primera vez desde que nació, aparto sus brazos y me alejo de ella. Para siempre.

- Te quiero, tesoro. Aunque no lo comprendas, no olvides que te quiero.

Corro como una posesa, vertiendo lágrimas amargas, mientras los gritos de mi hija (no, ya no es mi hija) me golpean los oídos. Entro en el despacho donde la asistenta acaba de terminar de preparar los papeles. Firmo donde me indican sin ver apenas.

Cojo un autobús a Madrid. Llego extenuada y con el maquillaje corrido. Me encuentro a Vladimir frente a frente. Me sonríe socarronamente y con un brillo de triunfo en la mirada.

Por su culpa había dejado a Ivana con unos extraños. Lo odio más que nunca. Le escupo en la cara. Él se lanza como una bestia sobre mí. Me da más golpes de lo que puedo soportar, y poco a poco voy perdiendo la conciencia. Al fondo, veo una luz que promete descanso. Una promesa que no tiene nada que ver con las que él me hizo en su día. Una promesa que me hará feliz. De verdad.

Descanso...

Mejor no vivir a vivir sin mi vida.

Adiós, Ivana. Espero reencontrarme contigo dentro de muchos, muchísimos años. Y que para entonces no me guardes rencor.

lunes, 10 de mayo de 2010

Qué bien vivís...



Una mañana más, me levanto con un nudo en la garganta y el deseo de quedarme en la cama todo el largo día. La ansiedad atenaza mi estómago, me tapo la cabeza con la almohada tratando de evadirme de una realidad que yo mismo escogí para ganarme la vida y que lo único que ha conseguido es que esa vida que intenté ganarme ya no merezca ese nombre, porque más que vida es un auténtico infierno.
Logro sacar fuerzas no sé ni de dónde, me doy una ducha rápida, recojo los libros que tanto amé en mi época de estudiante y bajo, como siempre, por las escaleras, ya que el maltrecho apartamento en el que viviré hasta verano es un quinto sin ascensor. Y eso es sólo lo menos duro de mi día a día.
Tres calles más abajo veo mi viejo Corsa. Cada día desde hace cinco meses tiene más y más arañazos. Seguro que este mediodía aparecerá alguno nuevo. Eso por no hablar de los escupitajos.
Conduzco con cuidado, más por no dañar a nadie que por no dañarme a mí mismo. Incluso fantaseo con lo genial que sería que me diesen algún golpe que justificase mi falta al trabajo. Total, el coche ya está para el arrastre, un golpe más que menos no implicaría nada serio.
Sin embargo, llego a mi lugar de trabajo. Antes de franquear la entrada, un par de chicos a quienes ni siquiera llego a ver la cara, me tiran los libro al suelo gritando el apodo que, sin saber cómo, me gané en septiembre: Carapez.
Recojo mis cosas. Las leyendas de Bécquer, varios ejemplares de Neruda… Todo lo que me apasiona esparramado por el suelo. No me importa, así me siento yo. Tirado.
Llego a la clase que me toca ese día: 2º de E.S.O. B. Una de las mejores clases. No hacen ni caso, se dedican a hablar entre ellos sin inmutarse siquiera cuando entro. Me encanta esta clase. No tengo que aguantar que me llamen payaso, pringado, ni que me tiren bolitas de papel. Nunca he oído la palabra “Carapez” dentro del aula de estos chicos. Es cierto que tengo que hablar a gritos durante una hora para que sólo me escuchen dos chicas de segunda fila y un chaval de la tercera, y que luego me paso el día con la garganta en carne viva, pero es un aliciente no sentirse atacado. Sí, ignorado está mejor.
La segunda hora es peor. 3º C. Jóvenes de catorce y quince años que no tienen ningún interés en estudiar pero que están obligados a permanecer allí dentro hasta los dieciséis. Su única motivación cada mañana es ver la humillación en mis ojos. Y en la de tantos otros profesores. No creo que sepan ni mi nombre. Insultos, objetos que vuelan, un sospechoso olor a porro e innumerables amenazas cuando recrimino a los que se lo estaban fumando. En esta clase es imposible explicar nada en voz alta: no me oiría nadie. Animo a los cuatro gatos que tienen algún interés en escucharme a que se sienten cerca de mi mesa para poder oírme, pero nadie viene desde que a principio de curso le dieron una paliza a un chico por hacerlo. Por tratar de aprender.
La hora antes del patio la tengo libre. Rezo porque no haya ninguna sustitución, pero no tengo suerte: los de 1º A están solos. Voy allí, y aunque no paran de gritar, al menos no tengo que explicarles nada y puedo descansar la garganta y un poco los ánimos, hasta que veo a unos niños que aún ni han cambiado la voz jugando con los móviles, decido confiscárselos hasta la hora de volver a casa, y me gano una lluvia de insultos y miradas hostiles hasta que suena el timbre.
Llega la hora del recreo. Hoy me toca guardia. Un grupo de alumnos de 3º y 4º estaban bebiendo detrás del gimnasio, muchos fumando tabaco, algunos que fumaban pero no precisamente tabaco… Y lo mejor de todo: dos chicos pegándose porque uno había mirado a “su piba”. Germán, un profesor del departamento de Inglés, y yo hemos tratado de separarlos, y como premio, mi compañero se ha llevado un ojo morado con la firma “del dueño de la piba”.
En la cuarta hora respiro tranquilo: los de 3º A y B están de excursión. Voy a la sala de profesores a programar, justo lo que antes de empezar a trabajar como docente creí que sería lo más aburrido. Ahora es lo que menos me asusta.
Pero todo termina, y más si es bueno, así que pronto llega la quinta hora. 4º B. Muchos de ellos ya tienen edad para dejar de estudiar y entrar en el mundo laboral, pero prefieren venir al instituto porque no tienen la obligación de estudiar. Vienen, no hacen caso, impiden que los compañeros que quieren seguir sus estudios pueden escuchar… Más o menos como en los cursos anteriores, sólo que con una ventaja y un inconveniente: yo sé que se podrían ir, y que sólo vienen para hacer el vago, de manera que me da más rabia. Pero al menos el número de gamberros es menos que en 1º, 2º y 3º. Eso sí, tengo que dar la clase con pósters de mujeres casi desnudas en el tablón de anuncios.
Última hora, al fin… Me toca 2º C. Una niña con menos ropa de la que sería apropiada en febrero y un chico con más pendientes que los expositores de las joyerías se besan con pasión mientras trato de enseñarles a analizar una frase sencilla. Otra chica se ríe mientras mira un móvil que debe valer casi tanto como mi coche. Le digo que ya he advertido muchas veces que no pueden enviarse mensajitos en clase, y me contesta salerosa:
-No es un mensajito, Carapez, es una foto tuya. ¡Mira qué guapo sales!
Todos se ríen mientras ella muestra en la gran pantalla táctil mi cara, con los ojos cerrados y la boca abierta. Me han pillado hablando y mientras parpadeaba. Pronto todos se lanzan a pedirle que se la pase por Bluetooth. Trato de avisarles de que si no borran la foto hablaré con la directora, pero justo en ese momento suena el timbre, y todos se van dejándome con la palabra en la boca.
Resignado, bajo las escaleras y me dirijo hacia mi coche, que efectivamente tiene tres o cuatro arañazos más, y un salivajo en mitad del parabrisas. Suspirando, abro la puerta y justo en ese momento, veo a la madre de un chaval de mi tutoría que me dice, sonriendo:
-Anda, que ya es viernes, ¡menudo fin de semanita de descanso que vas a tener! Y ya pronto la Semana Santa… Desde luego, ¡hay que ver qué bien que vivís los profesores!
-No lo sabe usted bien, señora, no lo sabe usted bien…

lunes, 19 de abril de 2010

Una vida

Se miró en aquel espejo que antaño reflejaba una mujer guapa de sonrisa fácil, y le angustió comprobar que la que ahora vivía detrás del cristal era una persona totalmente distinta, con la vejez y el peso de los años escritos en la mirada y en las cuantiosas arrugas que decoraban su rostro.

Recordó con nostalgia cuand oaún vivía allí, con sus padres, en su infancia y los primeros años de su tierna juventud. Recordó la tranquilidad de esa época. No tenía preocupaciones. Había sido una adolescente normal, no se consideraba excesivamente guapa, pero tampoco había sido fea. Hubiese podido conocer a bastantes chicos si hubiese querido, pero el destino tuvo a bien enamorarla hasta ciegamente muy pronto y sin vuelta atrás.

A los diecisiete años conoció al que más tarde habría de ser su marido. Habían tenido un noviazgo más bien feliz. Ella seguía siendo esa niña risueña con miles de ilusiones que ansiaba cumplir, pero poco a poco esa llama del amor que sentía por él hizo que se eclipsasen sus sueños.

No es que él le prohibiese explícitamente realizarlos, pero de forma indirecta dejaba caer comentarios negativos sobre las consecuencias que determinados pasos de los caminos que la llevarían a su éxito personal traerían para la relación. La acostumbró a verse todos los días, de manera que estudiar fuera no sería satisfactorio. Mostraba indiferencia ante los temas que a ella le apasionaban, por lo que se sentía reacia a compartir sus anhelos con él. Le daba tanto miedo aburrirle que prefería callar sus pensamientos.

Él siempre hizo lo que quiso. Sus ambiciones se materializaron, su estilo de vida era el que siempre deseó. Ella, sin comerlo ni beberlo, había pasado toda su juventud sonriéndole y poniéndole buena cara. Anteponiendo la felicidad de su hombre a la suya propia.

Atrás quedaban su ideales de mujer liberada y luchadora. Ahora sólo se sentía una vieja que se había resignado a dejar zarpar sus sueños por conservar a su lado al que había creído el amor de su vida.

Y aquella tarde, en el recibidor de la casa de sus padres, ante el espejo que la había visto crecer, con los ojos fuertemente cerrados y después de tantos años sin haber pisado aquella estancia, tomó una drástica decisión: pediría el divorcio. Echaría de su lado a aquel tipo que, pese a saber que ella renunciaba a todo cuanto deseaba por él, le permitió, o mejor dicho, propició, que lo hiciese y echase su felicidad a perder. Dejaría de piedra a esos dos hijos que prácticamente había educado ella sola, sí, pero al fin y al cabo ambos residían lejos y tenían sus propias vidas.

Sí, comenzaría una existencia nueva, sin ataduras, sin nadie que le indicase qué camino debía seguir. Sería libre.

Abrió otra vez los ojos y volvió a mirar su reflejo. Las mismas caderas ensanchadas, el mismo voluminoso vientre, el mismo pecho caído, las mismas anticuadas ropas, la misma cara arrugada y ese cardado pasado de moda. La imagen era la misma que hacía un minuto. O casi.

Porque en la mirada de la mujer estropeada del espejo volvía brillar la ilusión y la esperanza de aquella joven, casi niña, que un día salió de aquella casa siendo feliz.

jueves, 11 de febrero de 2010

Ni pellizquito ni leches... ¡Esto sí que es un sueño!

No sé como empezar esta entrada, así que lo voy a soltar a lo grande:

¡SOY MAESTRA!

La asignatura que me quedaba, Bases Pedagógicas de la Educación Especial, la tengo ya aprobada con un 5,5 raspadito pero que a mí me sabe mejor que una matrícula de honor.

Y es que me ha costado horrores, la dichosa asignatura… Lo peor es que es de mis favoritas. Me gusta todo lo relacionado con la Educación Especial, de hecho, siempre he querido hacer Psicopedagogía cuando terminara Magisterio, pero esta mujer me ha quitado las ganas. Nunca, en mi vida, he odiado a ningún profesor, pero esta tía ha despertado mis instintos más asesinos, jajaja. Afortunadamente, he aprobado su asignatura antes de tener que recurrir al crimen. La verdad es que yo soy muy frágil para estar en la cárcel ;p

Ahora coñas aparte: SOY FELIZ. Esto es lo que he soñado siempre, lo que más he deseado: tener licencia para enseñar J

Mi ordenador se ha roto, así que iba todos los días a los ordenadores de la biblioteca de mi barrio para ver si habían puesto ya la nota. Ese día ( nueve de febrero de 2010), fui con mi novio. Cuando abrí el Campus Virtual (la página donde mantenemos comunicación con la universidad), vi el anuncio: “Fecha para revisión de exámenes de Bases Pedagógicas de E. E.”. Empezaron a saltárseme las lágrimas antes. El examen me había salido bien, pero por experiencia previa (ya me había suspendido dos exámenes que me habían salido bien), sabía que eso no significaba anda. Podía aprobar o suspender independientemente del examen. Abrí mi expediente cogiendo la mano de mi chico. Él vio cómo mi respiración empezaba a agitarse y mis ojos empezaban a humedecerse.

-No vayas a llorar. Si apruebas es bueno y no hay que llorar, y si suspendes no pasa nada, eres joven, tienes toda la vida pro delante, el año que viene y ya está- trató de tranquilizarme-. Además, estamos en la biblioteca… No la líes aquí…- el pobre tenía miedo de que me pusiera a gritar como una histérica allí-. Tú tranquila, que todo estará bien pase lo que pase.

Pasando estaba yo de él, básicamente, porque los latidos de mi corazón sonaban tan fuerte que no escuchaba nada más. POMPOMPOMPOMPOM… Así, todo junto… Sin intervalote tiempo entre POM y POM.

Y entonces lo vi : ¡5,5! ¡Aprobada! ¡Con una nota muuuy baja pero aprobada! Ya no se me saltaban las lágrimas: lloraba abiertamente. Dani no sabía si lloraba por bien o por mal, y no hacía más que preguntarme en voz baja: ¿ “Qué te ha puesto? ¿Qué has sacado?”. Yo no tenía fuerzas para contestarle, así que le señalé el lugar de la pantalla donde ponía la nota, recogí mis cosas temblando ( sabiendo que en cero coma me iba a poner a sollozar muy, muy fuerte e incluso a gritar), tiré las gafas de sol tres o cuatro veces porque no me funcionaban bien las conexiones entre el cerebro y los músculos, salí de la biblioteca como en una nube y me puse a llorar yo sola como una loca perdida haciendo unos ruidos extrañísimos en al puerta hasta que Dani, que no había tenido tiempo para reaccionar ante mi repentina y silenciosa marcha, me abrazó y me dio la enhorabuena mientras yo no paraba de decir en voz demasiado alta: “Que no me despierte… Por favor, que no me despierte. Ya tengo la carrera, pero que no me despierte”. Y es que llevaba soñando LITERALEMENTE con la nota de Bases todas las noches desde que hice el examen. En mis sueños a veces aprobaba y a veces suspendía. Pero, of cuourse, siempre me despertaba, creando nuevas esperanzas o matando una ilusión. Por eso estaba acojonadita creyendo que iba a despertarme otra vez.

Pero no. Ya hace dos días que soy DIPLOMADA EN MAGISTERIO INFANTIL. Y ya hace dos días que voy sonriendo sola por la calle, ganándome miradas de miedo o compasivas. Pero es que no puedo reprimirlo: ME SALE TAN ESPONTÁNEA, LA SONRISA…. Qué maja, ella, que siempre me acompaña en los buenos momentos XD

Ahora sólo tengo que hacer las oposiciones… Que está jodidillo, porque hay pocas plazas y encima, estudiando bases, me he quedado bastante retrasada con respecto a mis compañeras, pero bueno. Si em salen mal este año, al siguiente. El alivio de aprobar Bases ha sido tan grande, que apenas me preocupan las Oposiciones. Como dijo Dani, tengo el año que viene, pero el año que viene no tendré Bases en la cabeza… Así que ¡MENUDO DESCANSO, POR DIOS!

Y nada más…

Hasta aquí la entrada más feliz que he hecho en el blog.

Lorena.