viernes, 27 de febrero de 2009

Comida

El día empezó con la misma pereza que todos los anteriores desde hacía siete largos meses. No había ningún motivo que la impulsara a bajar de la cama. Sabía qué le depararían las 24 horas siguientes, porque los rituales llevaban repitiéndose desde el fatídico día en que sus padres la habían dejado en aquel maldito hospital. Desayunar, almorzar, comer, merendar, cenar y dormir. Su vida se reducía a ingerir alimentos, a ser vigilada constantemente, a transformarse cada día más en un globo.

Recordó con amargura cómo había transcurrido todo antes de entrar en aquella prisión de carceleros con bata blanca. Siempre había sido una niña algo regordeta. En el colegio aquello no suponía un problema, pero al pasar el instituto, pasó a ser un verdadero martirio. Sus amigas empezaban a experimentar con los chicos, pero ella se sentía excluida en el juego del amor, puesto que ninguno se fijaba en ella. Y lo peor fue cuando también empezó a quedarse al margen entre las chicas. No había ninguna que compartiese su ignorancia con ella. Todas sabían lo que era tener novio, y comenzaban a mirarla como si fuese un bicho raro. Violeta fue la primera en desatar el diluvio de insultos: "Una vaca como Diana no debería juntarse con nosotras...Nos espanta a los chicos". Poco a poco, los más populares pasaron a llamarla "la Gorda", y a hacer chistes como que con su tamaño era muy fácil acertar en "la Diana". Los más reservados del instituto no la insultaban, pero por miedo a ser rechazados tan cruelmente, la ignoraban.

Diana comenzó a culpar a la comida de su desdicha. Primero a los bollos y a las grasas. Pero seguía siendo gorda. Entonces dejó de comer carne, y pescado, y los guisos de su madre... Pronto pasó a comer tan solo ensalada. Llegó al punto en que hasta eso lo vomitaba. En un par de meses, estaba tan delgada como la mayoría de sus compañeras. Los chicos que antes la insultaban ahora la miraban con lascivia, y le decían piropos que antes nunca le había dirigido nadie. Varios fueron los que le pidieron salir, y de entre todos el escogido fue Marc, uno de los más populares ( y de los que más se habían metido con ella anteriormente). Diana se convirtió en la envidia de todas, y exhibía orgullosa su idilio con el más guapo del instituto, mientras seguía sin probar apenas bocado. Las escasas ocasiones en que sus padres, cansados del trabajo, la obligaban a comer, vomitaba en el cuarto de baño más lejano al salón, ahogando el sonido de las arcadas subiendo el volumen de la música de su cuarto o abriendo al máximo el grifo de la ducha. Comprarse ropa se convirtió en un placer, cada visita al centro comercial significaba el descubrimiento de haber perdido otra talla.

Sin embargo, seguía necesitando más y más. El espejo le gritaba que siempre sería gorda, que en cuanto probase bocado sus michelines regresarían y le arrebatarían todo lo que con tanto esfuerzo había conseguido. Ni las ojeras que poblaban su rostro, ni las heridas en los dedos ni las llagas en la boca, ni el comprobar cómo hasta las tallas más pequeñas le quedaban holgadas, ni el dejar de tener la regla, ni siquiera el que sus pasivos padres comenzaran a preocuparse, ni que Marc le insinuara que le gustaban las chicas con carne que poder coger, le hicieron desistir de sus insensatos intentos de seguir adelgazando. A sus quince años, con un metro y sesenta y ocho centímetros, sólo pesaba 42 kilos.

Su ceguera era tal que, ingenua como nadie, creyó a sus padres cuando le dijeron que la llevarían al endocrino para que la ayudase a adelgazar. Pensó de verdad que sus padres seguían viéndola gorda y que el problema era tal que un endocrino habría de intervenir para ayudarla a bajar peso. Pero no. Era una burda estrategia para encerrarla en una clínica para anoréxicas, donde el médico era el enemigo y la más mínima cantidad de comida el arma destructiva que acabaría con la única forma de vida que merecía la pena vivir: la de una chica delgada.

La enfermera (una de las soldados contra los que luchaba día a día), interrumpió aquel torrente de recuerdos entregándole una carta.

Diana reconoció la letra infantil de Lucas, su hermanito pequeño. Ocho años recién cumplidos, mientras ella estaba allí dentro, regordete, con una sonrisa preciosa y mellada, ojitos brillantes y vivos, siempre dispuesto a abrazar e idolatrar a su hermana mayor hiciese lo que hiciese. Había hablado con él cada semana desde que la habían encerrado, pero no les habían dejado verse. Emocionada, leyó la carta, sonriendo con dulzura ante las faltas de ortografía:

"Querida Diana:
Soy Lucas, tu hermano. Te escribo esta carta para mandarte una foto. Quiero que me veas, que recuerdes cómo soy, porque hace mucho que no nos vemos. Mamá y papá dicen que estás en el hospital porque no quieres comer. Que crees que estás gorda y por eso no comes. A veces lloran porque si sigues así te vas a morir. Yo no quiero que te mueras, pero tú eres la mayor y sabes mejor que yo las cosas. Si tú crees que es mejor no comer, aunque puedas morir, antes que estar gordo, será que es verdad. He pensado que yo también voy a dejar de comer, que da igual lo que digan papá y mamá, tú tienes razón. Si tú me dices que no coma más, no como. Y si me dices que coma, comeré. Pero sólo si comes tú también. Si me dices que coma y tú no comes, no te creeré, y dejaré de comer igual que tú. Tienes que demostrarme que lo que me digas es verdad. Espero tu respuesta, y también espero saber por nuestros padres si cumplirás lo que me digas.
Un beso de tu hermano que te quiere mucho y que siempre seguirá tus pasos:
Lucas S. R."
Tras secarse los ojos, empezó a escribir una respuesta para el niño.

"Queridísmo hermanito:
No. Nunca debes dejar de comer. Estás perfecto como eres, y a quien no le guste, que no mire. Tu vida vale más que tu físico. He sido una tonta. Me va a costar, pero voy a ponerme bien, voy a comer todo lo que me digan y voy a salir allí para darte un abrazo gigante y poder pedirte en persona que me perdones. Porque por mi culpa has estado a punto de ponerte en peligro. Y prefiero mil veces egordar a perderte. Gracias por abrirme los ojos, enano.
Un beso de tu hermana:
Diana S. R."

Sonrió satisfecha. Quedaba mucho camino, pero valdría la pena si al final del mismo podría estar de nuevo con la persona que más valía la pena del mundo: Lucas.

Lorena Hernández Vela.

miércoles, 18 de febrero de 2009

PRÁCTICAS EN EL VASCO NÚÑEZ DE BALBOA



Bueno, desde el lunes día 9 de febrero estoy haciendo las prácticas en el colegio Vasco Núñez de Balboa, en Benidorm.

Hace 16 años y medio entré por primera vez en ese colegio, de la mano de mi mamá, hecha un manojo de nervios, deseando conocer a María, mi seño. Allí, en ese edificio de ladrillo amarillo, con los marcos de puertas y ventanas y rojos, iniciaba mi educación.

Y ahora, con 20 años, vuelvo a cruzar ese mismo umbral, sin tomar la mano de mi madre, igual de nerviosa que aquella vez, y deseosa también de conocer a alguien: a 23 monstruitos de 5 años a los que yo voy a enseñar y de los que pienso aprender un montón.

Me encanta la idea romántica de pensar que acabo de estudiar en el mismo lugar en el que empecé, bajo ese mismo techo, entre las mismas paredes... Adoro observar cómo el soporte en el que jugábamos a tiendas, que antes me parecía inmenso, se ve ahora tan pequeño. Y verlos a ellos, con sus manitas, apilar la arena y pagar con piedras tal y como hacía yo en ese mismo lugar no hace tanto tiempo. Incluso la clase parece mucho más pequeña ahora. Y la pizarra... Recordaba una pizarra casi infinita, y estos días apenas cabe la fecha en ella... Qué asco da crecer...

Pero siempre me queda el consuelo de mirarlos a ellos a los ojos y vérselos brillar de esa forma tan significativa, cuando Bubu, la marioneta, les elige para contar un cuento, cuando terminan de escribir con gran esfuerzo las palabras de las fichas, cuando consiguen saltar a la comba muchas veces, o cuando con unas simples alas de cartón se transforman en Campanilla o una pluma les hace hace ser Peter Pan. Estando con ellos, parece de verdad que la purpurina sea polvito mágico, y es casi como volar a Nunca Jamás...

No puedo evitar pensar con nostalgia en mis otros mocosetes, los de la guardería, que fueron los primeros en demostrarme que no podía haber elegido mejor oficio que el de maestra de infantil, los que desde hace un año y medio se han convertido en parte de mi corazón al cien por cien. Ellos, los Duendes, siempre serán los primeros, pero ahora han llegado mis Peters y mis Campanillas, y me llenan de nuevo con sus risitas sinceras, la importancia que le conceden a cada detalle, la emoción inmensa en sus caritas por lo más insignificante...

Me siento tan feliz por pensar que les estoy ayudando a aprender a leer, escribir, contar y a portarse bien, que cada uno de sus éxitos me satisface igual que a ellos. Y me apena muchísimo pensar que seguramente nunca sabrán que yo estoy aprendiendo mucho más de ellos que ellos de mí.

En fin, que no se puede ser más perfecto que los Duendes, mis enanitos del Vasco y el resto de niños del mundo.

Lorena.

jueves, 5 de febrero de 2009

Para mi pavito




Resulta difícil explicar algo así. Ni siquiera creo poder saberlo del todo. Lo que siento por ti es tan inmenso que no me cabe en los ojos, no puedo verlo completamente, y eso me desconcierta. Pero eso sí, no hay duda de que, sea lo que sea eso que provocas en mí, me hace feliz.



Sabes bien cómo era antes de conocerte: orgullosa (aunque sé que ahora no lo puedes ni creer), feminista casi radical, carente de fe en el amor, incapaz de pensar ni por un instante que yo podría decirle a un chico "te quiero".



Lo que no sabes (ni tú, ni nadie), es que esa forma de pensar no era más que un escudo. Quería protegerme a mí misma del dolor, por eso construí un muro enorme alrededor de mi corazón, para que nadie lo tocase.



Pero desde detrás de ese muro, mi corazón latía preso con la esperanza de ser alcanzado algún día por un amor tan sumamente dulce como el tuyo. Y es que yo soñaba con que algún chico me abrazase a diario, apretándome contra su pecho, y clavara sus pupilas en las mías para decirme "guapa" aunque yo no lo creyese. Soñaba esperar ansiosa cada tarde el momento de reencontrarme con sus besos, y acariciar su pelo, dejando que mis dedos se enterrasen en él. Soñaba con llenar mi habitación de fotos de amor, enmarcadas entre corazones rojos de cartulina, o con las huellas de nuestras manos. Soñaba con las terribles discusiones acerca de ver una película " de llorar" o una de miedo, e incluso con ser arrastrada a ver el fútbol, y así mientras, aburrida, podría contemplar su cara o apoyar mi cabeza sobre su hombro. Soñaba con abrazarlo al dormir, acariciarlo hasta notar su respiración más pesada y saber así que ya descansaba, o que fuese él quien me acariciase con dulzura hasta caer dormida.



¿Reconoces a ese chico con el que yo soñaba, Dani? Eres tú. Yo ya soñaba contigo muchísimo antes de conocerte. El chico que estaba llamado a enseñarme qué era eso del amor existía ya, sólo faltaba ponerle cara. Y tú se la pusiste. Trajiste a mis sueños tus mejillas morenas que tan pronto cogen un tono rosado; y tus labios gorditos y tiernos que son mi perdición; y esos dos lacasitos marrones que pueblan tu mirada y la hacen más dulce que el propio chocolate.



Y así fue como destrozaste el muro que protegía a mi corazón, y al mismo tiempo lo mantenía encerrado, solo y triste. Seguramente ahora es más vulnerable, porque está expuesto ante el peligro que enamorarse implica, pero late con mucha más alegría, porque sus latidos van al ritmo de los tuyos.



A veces, sin quererlo, con sólo mirarte me suben las lagrimillas a los ojos, y tú, sorprendido, me preguntas que por qué lloro. La respuesta es bien sencilla. Cuando tú miras al sol directamente, en un día de verano en el que las nubes estén de vacaciones, ¿qué te pasa? Las lágrimas te arrasan los ojos, ¿no? La luz te hace llorar. Pues eso me pasa a mí contigo. EL brillo que irradias es mucho mayor que el que irradia el sol, por eso al mirarte quedo cegada (y maravillada) y no puedo evitar que las lágrimas caigan. Y entonces imagino qué haría si llegase la noche y el sol que tú eres se apagara en el firmamento de mi vida, y ya me es imposible calmar el dolor. Hasta que me abrazas, y me doy cuenta de que eres real, que estás a mi lado y que todo va bien si te tengo.



Todo esto demuestra que normalmente soy yo la miedosa, o al menso la que exterioriza el terror a perderte. Tú, más reservado, sueles callarlo más que yo. Y a pesar de eso, muchas veces has hablado del miedo a que me vaya con un chico que sepa hacer algo que tú dices no saber hacer: expresarse. Dani, no hace falta que me digas cosas románticas hablando ni escribiendo, porque me lo gritas con los ojos. Esas estrellitas que viven en ellos se encienden cuando yo sonrío, indicando que cuidas de mi felicidad, no como lo haría un hermano mayor, sino como lo haría una persona enamorada. Es fácil engañar con palabras, pero muy difícil hacerlo con los ojos.



Nunca, en la vida, nadie podrá ocupar el lugar que ocupas tú. Nadie llenará tu hueco. Y es que no creo que haya un chico más idóneo para mí que tú. ¿Quién me compraría huevos Kinder a mis 20 años? ¿Quién dormiría abrazado a 10 peluches y recordaría los nombres de todos y cada uno de ellos? ¿Quién sería capaz de bailar la canción de "Bella y Bestia son" porque sea la banda sonora de mi película favorita? ¿Quién hará de canguro de un enano de cuatro años si me apetece ir a la playa o al cine con mi primito? Bueno, si hay alguien capaz de hacer este tipo de cosas, me da igual, porque yo yate tengo a ti y ni quiero a ningún otro.



Gracias por estos dos años y medio, Danito, porque han sido los mejores de mi vida.




EU QUEROTE!

martes, 3 de febrero de 2009

Intoxicación

Aturdido y confuso, escuchó su voz por encima del resto de gritos que atormentaban su cabeza. Ella lo llamaba, por fin, se dignaba a volver a dirigirle la palabra... Sonrió, pero entonces notó algo... Estaba llorando. ¡Su niña! Estaba llorando... ¿Por qué? ¿Qué le pasaba? Quiso preguntárselo, pero notó cómo la bilis le subía a la garganta ante cualquier esfuerzo por hablar, y se contuvo. Alargó, sin embargo, su temblorosa mano hasta secar las lágrimas de las rosadas mejillas que tantas veces había besado con dulzura. Entonces se acercó los dedos húmedos a los labios, y notó el sabor salado de aquel llanto que no alcanzaba a comprender. Cerró los ojos un instante, y se remontó dos semanas atrás, cuando su sueño terminó para dar paso a una pesadilla.

Llegó a su portal más tarde de lo previsto. Se había distraído trabajando, y cuando quiso darse cuenta, ya eran las siete. Hacía media hora que debería haber llegado. Maldiciendo su descuido, se despidió de Edu, su compañero, y subió al coche, que no tardó en desparecer a gran velocidad por la esquina. No tardó ni cinco minutos en recorrer el trayecto que normalmente transitaba en cerca de diez. Ante el timbre, empezó a sudar, nervioso. Tras un largo día de trabajo, lo último que deseaba era discutir con ella... Y aún así, sabía que eso era lo que le tocaba.

Ella bajó, más arreglada de lo normal ("he tenido tiempo más que de sobra", solía decirle, con actitud de estudiada indiferencia, cada vez que él se retrasaba), con la cabeza bien alta y los labios fruncidos. Y lo que era peor, sin dirigirle una triste mirada. Eloy sintió una punzada de dolor en el estómago. Otro día de malas caras, de frialdad, de indirectas cargadas como dardos. ¿Qué eran treinta minutos? Se le había pasado por alto la hora...

Alba, por su parte, deseaba de corazón no enfadarse. Sin embargo, estaba cansada. Quería a Eloy con toda su alma. Esperaba cada día ansiosa su llegada, y cada minuto que pasaba en su reloj era motivo de alegría para ella, porque el recorrido de las agujas la acercaba más y más a sus brazos. Cuando por fin llegaba a la hora en que él debería llegar, cada segundo era eterno. Y él se empeñaba en eternizarlos aún más. Siempre olvidaba llamarla para avisarla. Ella dejaba sus planes a un lado para sus citas, y él las olvidaba y la hacía esperar de brazos cruzados sin una explicación. Si al menos le enviara un mensaje al móvil en el que le dijese que llegaría tarde, la cosa no tendría importancia. Pero no, él lo olvidaba todo por completo. Y ella siempre intentaba no enfadarse. Hasta que había decidido poner cartas en el asunto y hacerle saber a su chico que estaba cansada de esa situación. Por eso, en el último mes de su año y medio de relación, las discusiones eran cada vez más frecuentes. El chico no entendía por qué se enfadaba, si él sólo estaba trabajando; la chica no entendía por qué no era capaz de avisarla de su tardanza.

Eloy, ese día, estaba de mal humor. Había discutido con su padre por la mañana, con su jefe en el trabajo... Ya hora también ella le echaba en cara tonterías. Empezaron tratándose con indiferencia pero educación, hasta que al final, una palabra mala llevó a la otra y los acabaron por levantarse la voz.

-Es que estoy harta, ¿me oyes, Eloy? Harta de que pienses que eres el ombligo del mundo, de que yo deba estar preparada para la hora en que habíamos quedado, y que para ello deje los trabajos de clase, los cafés con las amigas, ¡todo!, y que luego tú, sin avisar, llegues cuando te parezca oportuno.

-Cuando me parezca oportuno no, Alba: cuando mi trabajo me lo permite. Ojalá yo también pudiese hacer planes que puedo posponer como tomar café, pero no, yo trabajo, ¿sabes? Tengo que ayudar en casa porque no soy rico.

- Pues llama por teléfono...

- Y me gasto el sueldo en saldo para llamarte a ti cada día, ¿no?

-No, dame un toque y yo te llamo a ti... Aquello sentó bastante mal a Eloy, puesto que se sintió herido en su orgullo. Se le juntó todo: sus problemas económicos, el mal humor de su padre desempleado, la pelea con su jefe y la posibilidad creciente de perder el trabajo con el que alimentaba a sus dos hermanos pequeños... Y reventó:

-Alba, no quiero tu caridad, y mucho menos tus estúpidos enfados. ¿Estás harta? ¡Yo más! Si tan malo soy, mira dónde tienes la puerta del coche.

Herida, bajó del coche y dio un portazo. Con lágrimas en los ojos, aún pudo escuchar cómo él le gritaba desde la ventanilla:

-¡Y no vuelvas a dar un portazo así! He tenido que trabajar mucho para pagar este coche como para que ahora cojas tú y te lo cargues, ¿sabes?

Pasaron quince días en los que los dos sufrieron. Eloy, más fuerte y acostumbrado a evadir mentalmente los problemas, pudo pasar el primer día absorto en los videojuegos que compartía con sus hermanos, mientras Alba luchaba contra la opresora tentación de llamarlo por teléfono. Finalmente, logró vencerla. Fue el segundo día cuando, pensándolo fríamente, Eloy se dio cuenta de cuánto la quería y, arrepentido, la llamó constantemente. Pero ella ya había ardido en el fuego de la rabia, e ignoraba el sonido de su móvil una y otra vez. Y así fueron sucediendo los días.

El primer fin de semana llegó, y la chica salió esperanzada de ver a su adorado Eloy y así poder arreglar las cosas cara a cara. Pero no fue así, ya que él había decidido quedarse viendo la tele, porque pensó que no podría ver el precioso rostro de su chica y sin poder besarla. Si no le había contestado al móvil, debía ser que se había pasado más de lo que creía…

La siguiente semana transcurrió con la dolorosa aceptación. La sucesión de días sin saber nada el uno del otro los partía en dos: sus cabezas les decían que habían quemado todas las oportunidades de volver a quererse, pero su corazón tiraba con fuerza y les rogaba que mantuviesen las esperanzas. Pero, ¿cómo esperar arreglarlo si ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder?

De nuevo llegó el sábado. Alba salió otra vezcon sus amigas, por no admitir que prefería quedarse en casa llorando por mirar las fotos de su viaje a Asturias, de sus tardes en el campo, o en el parque con los dos hermanitos de Eloy… Que prefería escuchar canciones lentas con letras que hablasen de desamor, antes que bailar sabiendo que jamás volvería a abrazarlo. Se resignó a echarlo de menos en la discoteca, donde tantas veces se habían besado y habían bailado juntos, por no preocupar a unas amigas que lo daban todo por ella. Pese a todo, cada diez minutos dirigía su mirada a la puerta, para ver si lo veía aparecer.

Fue en una de esas miradas cuando lo vio entrar. Él, con su cara morena y sus ojos verdes como los prados que visitaron juntos en sus vacaciones, con su sonrisa tímida y ese pelo fuerte que invitaba a ser acariciado… Recordó todas las veces que besaba esa cabecita y cerraba los ojos para aspirar el fresco aroma a limpio de su pelo negro… Y sintió el impulso de abalanzarse sobre él, de abrazarlo tan fuerte que no pudiera escapar. Se contuvo, pero lo miró fijamente, esperando su respuesta. Él sintió como sus penetrantes ojos negros se le clavaban como agujas, y quiso gritar e implorar su perdón, pero el miedo al rechazo, a que una negativa echase a perder todas sus esperanzas, quemaban su pecho como el peor de los incendios. Por eso pasó por su lado sin mirarla. No podría hacerlo sin romper a llorar… Alba, incapaz de comprender los motivos por los que Eloy, el chico que tantas veces la había arropado por las noches antes de marcharse a su casa, la ignoraba ahora, volvió a notar la rabia en sus entrañas, golpeándola con fuerza. La música se metía por cada poro de su piel, y empezó bailar con desenfreno, dejando libres a los sentimientos que la atormentaban. Derrochaba sensualidad, bailando con tanta naturalidad, y no tardó en acercarse un chico muy atractivo. Seguro que era un engreído. Estaba a punto de mandarlo a paseo. Miró a Eloy y vio que éste los miraba a ella y al plasta de turno. “Con nadie, tesoro. Con nadie que no seas tú. Míralo bien”, pensaba al tiempo que fijaba su vista en su ex (cómo dolía llamarlo así). Las primeras palabras de rechazo empezaron a salir de su boca, pero entonces vio cómo Eloy le sonreía y levantaba el pulgar en señal de aprobación. Acto seguido articuló unas palabras de modo que ella pudiera leerle los labios: “Adelante, dile que sí”. A pesar del mareo que sentía al ver las manos de aquel chaval en la cintura de Alba (de su princesa, de única chica que había conseguido hacerle estremecer), sabía que no tenía derecho a interferir en su vida. Ya no estaban juntos, él había antepuesto su orgullo a la felicidad de ambos, y nada le permitía reprocharle el buscar consuelos en aquellos brazos producto del gimnasio que a todas luces eran mucho más atractivos que los suyos. Por eso se vio impulsado a hacer de tripas corazón y alentar a la chica a dejarse llevar, por más doloroso que le resultase.Ese gesto escoció a Alba en lo más hondo de su ser. ¿De verdad le daba igual que estuviese con otro? Si ella no quería ni imaginarse al lado ninguna persona que no fuese él… Pero Eloy seguía sonriendo, le dio la espalda y siguió bailando, ignorando cómo los latidos del corazón de la joven retumbaban bajo su pecho. Vale, pues se iba a enterar. Miró al rubio que se había interesado en ella. Un creído, se le notaba a la legua. Ni por todo el oro del mundo haría nada con él. Pero un baile, para bajarle los humos a Eloy, no estaría de más. Quería demostrarle que podía disfrutar con él. Quería, sobretodo, engañarse y ser ella quien lo creyera.

A Eloy le subieron las lágrimas a los ojos cuando Edu, su mejor amigo, le dijo que Alba bailaba con el rubio enfervorecida. Se las secó rápidamente. No tenía derecho a fastidiar la noche de Alba. No podía acercarse y pedirle perdón, porque ella ya era feliz lejos de él… Pese a esos pensamientos, sentía el imperioso impulso de acercarse a ella, de suplicarle que volviese a mirarlo con el azabache de sus ojos cargado de amor… En vista de que la lucha estaba resultando demasiado pesada para él, decidió beber más de lo acostumbrado, ahogar su dolor (y su conciencia) en alcohol.

Todo a su alrededor empezó a perder la nitidez. Se movía de forma patosa, y notó cómo sus amigos lo sacaban fuera y le secaban las lágrimas (¿lágrimas? ¿Estaba llorando de verdad?), al tiempo que él empezaba a oírlos más y más lejos sobre comas etílicos… ¿De quién hablaban? No lograba entenderlo todo, pero se compadecía del chico del que estuvieran hablando… Parecía que sus oídos estaban llenos de algodón… Empezó a ver de manera intermitente… Sus amigos le pegaban en la cara… ¿Por qué le pegaban? Él no había hecho nada malo… Lo último que alcanzó su vista fue cómo uno de sus colegas (no sabría decir cuál), corría hacia dentro de la discoteca.

Fue cuando volvió abrir los ojos cuando vio a Alba. Cuando la vio llorar gritando su nombre. Cuando bebió aquella lágrima que le hizo recordar que ya no era el dueño de sus besos ni de sus caricias. Sollozaba frases que no comprendía. “Eloy, no te mueras, por favor, mi vida… No te mueras”. ¿Él? Se estaba muriendo… No, ya se había muerto… Porque Alba estaba con él y ella era el cielo… Su cielo… “Te quiero”, quiso decirle… Pero esa frase salió de los labios de ella y no de los suyos. Tardó en comprender por qué las palabras de su cabeza se materializaron en la boca de ella. Y cuando logró entenderlo, fue del todo feliz. Ella también lo quería. Entonces cerró los ojos de nuevo, tranquilo, descansando…

Despertó en un lugar muy blanco. Entonces, eso era el cielo de verdad. No estaba Alba… Miró a su alrededor con un nudo en la garganta… Entonces los vio a su lado: a sus padres, a Albertito y Violeta (sus dos hermanitos), a los amigos con los que había salido… Y a Alba.

-Princesa…- murmuró en un susurro apenas audible. Ella, con los ojos anegados en lágrimas, se acercó al borde de la cama, apoyó la cabeza en su pecho y empezó a gimotear palabras ininteligibles. Él aspiró el olor a flores de su pelo, l asió por los hombros y le dijo:

-¿Serás capaz de perdonarme?

-Sólo si nunca vuelves a beber hasta el coma etílico nunca.

- Te lo prometo. Y tampoco volveré a llegar tarde sin avisar. – Alba rió, con esa risa sincera y espontánea que sólo ella tenía.

-Hacemos un trato: ven a la hora que quieras cada día, pero sano y salvo. Eso es lo verdaderamente importante.


¿Qué cabe decir de esto?
Primero, que el orgullo muchas veces parece pesar más que el dolor, y las personas somos tan tontas que preferimos sufrir antes que ser felices con tal de no ceder un poco. A veces da la sensación de que el ego duele más que el corazón, aún sabiendo que éste último tarda más tiempo en recuperarse y se retuerce de daño, mientras que el primero es un dolor sordo que se cura al instante.
Y segundo, que no hay ningún problema que sea lo suficientemente grave como para poner en peligro la propia vida. Ahogar las penas en alcohol no tiene ningún sentido.
En fin., paro ya que parezco el "charlatán" que venía al instituto a darnos conferencias de todo tipo de temas.