viernes, 27 de febrero de 2009

Comida

El día empezó con la misma pereza que todos los anteriores desde hacía siete largos meses. No había ningún motivo que la impulsara a bajar de la cama. Sabía qué le depararían las 24 horas siguientes, porque los rituales llevaban repitiéndose desde el fatídico día en que sus padres la habían dejado en aquel maldito hospital. Desayunar, almorzar, comer, merendar, cenar y dormir. Su vida se reducía a ingerir alimentos, a ser vigilada constantemente, a transformarse cada día más en un globo.

Recordó con amargura cómo había transcurrido todo antes de entrar en aquella prisión de carceleros con bata blanca. Siempre había sido una niña algo regordeta. En el colegio aquello no suponía un problema, pero al pasar el instituto, pasó a ser un verdadero martirio. Sus amigas empezaban a experimentar con los chicos, pero ella se sentía excluida en el juego del amor, puesto que ninguno se fijaba en ella. Y lo peor fue cuando también empezó a quedarse al margen entre las chicas. No había ninguna que compartiese su ignorancia con ella. Todas sabían lo que era tener novio, y comenzaban a mirarla como si fuese un bicho raro. Violeta fue la primera en desatar el diluvio de insultos: "Una vaca como Diana no debería juntarse con nosotras...Nos espanta a los chicos". Poco a poco, los más populares pasaron a llamarla "la Gorda", y a hacer chistes como que con su tamaño era muy fácil acertar en "la Diana". Los más reservados del instituto no la insultaban, pero por miedo a ser rechazados tan cruelmente, la ignoraban.

Diana comenzó a culpar a la comida de su desdicha. Primero a los bollos y a las grasas. Pero seguía siendo gorda. Entonces dejó de comer carne, y pescado, y los guisos de su madre... Pronto pasó a comer tan solo ensalada. Llegó al punto en que hasta eso lo vomitaba. En un par de meses, estaba tan delgada como la mayoría de sus compañeras. Los chicos que antes la insultaban ahora la miraban con lascivia, y le decían piropos que antes nunca le había dirigido nadie. Varios fueron los que le pidieron salir, y de entre todos el escogido fue Marc, uno de los más populares ( y de los que más se habían metido con ella anteriormente). Diana se convirtió en la envidia de todas, y exhibía orgullosa su idilio con el más guapo del instituto, mientras seguía sin probar apenas bocado. Las escasas ocasiones en que sus padres, cansados del trabajo, la obligaban a comer, vomitaba en el cuarto de baño más lejano al salón, ahogando el sonido de las arcadas subiendo el volumen de la música de su cuarto o abriendo al máximo el grifo de la ducha. Comprarse ropa se convirtió en un placer, cada visita al centro comercial significaba el descubrimiento de haber perdido otra talla.

Sin embargo, seguía necesitando más y más. El espejo le gritaba que siempre sería gorda, que en cuanto probase bocado sus michelines regresarían y le arrebatarían todo lo que con tanto esfuerzo había conseguido. Ni las ojeras que poblaban su rostro, ni las heridas en los dedos ni las llagas en la boca, ni el comprobar cómo hasta las tallas más pequeñas le quedaban holgadas, ni el dejar de tener la regla, ni siquiera el que sus pasivos padres comenzaran a preocuparse, ni que Marc le insinuara que le gustaban las chicas con carne que poder coger, le hicieron desistir de sus insensatos intentos de seguir adelgazando. A sus quince años, con un metro y sesenta y ocho centímetros, sólo pesaba 42 kilos.

Su ceguera era tal que, ingenua como nadie, creyó a sus padres cuando le dijeron que la llevarían al endocrino para que la ayudase a adelgazar. Pensó de verdad que sus padres seguían viéndola gorda y que el problema era tal que un endocrino habría de intervenir para ayudarla a bajar peso. Pero no. Era una burda estrategia para encerrarla en una clínica para anoréxicas, donde el médico era el enemigo y la más mínima cantidad de comida el arma destructiva que acabaría con la única forma de vida que merecía la pena vivir: la de una chica delgada.

La enfermera (una de las soldados contra los que luchaba día a día), interrumpió aquel torrente de recuerdos entregándole una carta.

Diana reconoció la letra infantil de Lucas, su hermanito pequeño. Ocho años recién cumplidos, mientras ella estaba allí dentro, regordete, con una sonrisa preciosa y mellada, ojitos brillantes y vivos, siempre dispuesto a abrazar e idolatrar a su hermana mayor hiciese lo que hiciese. Había hablado con él cada semana desde que la habían encerrado, pero no les habían dejado verse. Emocionada, leyó la carta, sonriendo con dulzura ante las faltas de ortografía:

"Querida Diana:
Soy Lucas, tu hermano. Te escribo esta carta para mandarte una foto. Quiero que me veas, que recuerdes cómo soy, porque hace mucho que no nos vemos. Mamá y papá dicen que estás en el hospital porque no quieres comer. Que crees que estás gorda y por eso no comes. A veces lloran porque si sigues así te vas a morir. Yo no quiero que te mueras, pero tú eres la mayor y sabes mejor que yo las cosas. Si tú crees que es mejor no comer, aunque puedas morir, antes que estar gordo, será que es verdad. He pensado que yo también voy a dejar de comer, que da igual lo que digan papá y mamá, tú tienes razón. Si tú me dices que no coma más, no como. Y si me dices que coma, comeré. Pero sólo si comes tú también. Si me dices que coma y tú no comes, no te creeré, y dejaré de comer igual que tú. Tienes que demostrarme que lo que me digas es verdad. Espero tu respuesta, y también espero saber por nuestros padres si cumplirás lo que me digas.
Un beso de tu hermano que te quiere mucho y que siempre seguirá tus pasos:
Lucas S. R."
Tras secarse los ojos, empezó a escribir una respuesta para el niño.

"Queridísmo hermanito:
No. Nunca debes dejar de comer. Estás perfecto como eres, y a quien no le guste, que no mire. Tu vida vale más que tu físico. He sido una tonta. Me va a costar, pero voy a ponerme bien, voy a comer todo lo que me digan y voy a salir allí para darte un abrazo gigante y poder pedirte en persona que me perdones. Porque por mi culpa has estado a punto de ponerte en peligro. Y prefiero mil veces egordar a perderte. Gracias por abrirme los ojos, enano.
Un beso de tu hermana:
Diana S. R."

Sonrió satisfecha. Quedaba mucho camino, pero valdría la pena si al final del mismo podría estar de nuevo con la persona que más valía la pena del mundo: Lucas.

Lorena Hernández Vela.

3 comentarios:

Laiila dijo...

Hola! :)

Me ha gustado tu relato.. Porque además de estar bien escrito, desafortunadamente es un problema con el que nos encontramos día a día.. En fin, he leído algunos de tus post anteriores y escribes muy bien!.. Seguiré pasándome por aquí!

Un beso!!

Lúa dijo...

Y ese es el día a día de mucha gente. En fin.. c'est la vie! :) .. Me ha encantado tu relato y gracias por tu comentario! Seguiré pasándome yo también por aquí! Un saludo!

Anónimo dijo...

Qué precioso Lore! =)
me ha gustado mucho esta historia, bueno esta y todo Lo que escribes.

Un besoote cariñeet!