viernes, 11 de junio de 2010

Adiós, Ivana

La miro desde mi silla y me pregunto cómo voy a hacerlo. ¿Cómo voy a dejarla? A ella... Ni más ni menos que a ella, la persona que más quiero en el mundo. Pero no me queda otra opción.

Ella levanta la vista y me clava sus grandes ojos castaños. Intuye que algo va mal, y me lanza una sonrisa que trata sin duda de levantarme el ánimo. Da un tierno beso a su muñeca y le deja restos de chocolate en la cara de plástico. Luego la deposita con ternura en la caja de zapatos que cumple el papel de cuna. Se encarama a la silla que hay junto a la mía y se mira un rato los pies.

Esos pies diminutos que tanto adoro...

Por fin se atreve a preguntar.

-Mami, ¿qué te pasa?

-Nada, cielo...- se me hace un nudo en la garganta. No encuentro palabras para explicarle a mi hija de tres años que voy a dejarla para siempre. Que la voy a abandonar en un centro de acogida en el que ella no será la princesita encantada, sino un simple plato más que llenar. Y encima pedirle que nunca olvide que la quiero-. Estoy bien, tesoro.

-No... Tú tienes pena... Dora y yo te escuchamos llorar anoche. Y aún tienes los ojos rositas...

Es demasiado lista. Respiro hondo. Las lágrimas me suben rápidamente a los ojos y me las limpio disimuladamente. Éste está siendo sin duda el peor momento de mi vida. Pese a haber vivido cinco años de pesadilla, nada puede superar la angustia que invade ahora.

Recuerdo el día que dejé mi país de origen. Dieciséis años, un cuerpo joven sin un gramo de grasa, y las ilusiones causadas por las promesas de un hombre con demasiada experiencia engañando a niñas incautas. La despedida de una madre con demasiados problemas económicos como para preocuparse de la marcha de la mayor de sus siete hijos. La llegada a España... Un lugar donde ser libre, pensaba... Y que al final significó mi esclavitud.

Cinco años encerrada en un prostíbulo en el que era violada. Violada, sí, porque se hacía en contra de mi voluntad, y el único aliciente que encontraba en satisfacer a aquellos hombres era que, si se marchaban contentos, Vladimir, quien se había hecho pasar por mi gran amor, no me daría una paliza. Cinco años durmiendo en una habitación de diez metros cuadrados con otras ocho mujeres que sufrían el mismo infierno.

Y entonces llegó ella. Un embarazo no deseado. La hija de cualquier vejestorio putero y de la zorra que se escapó de casa con la cabeza llena de pájaros para darse cuenta de que el único pájaro era ella al caer en las garras del cazador. Una bastarda. Mi niña. La que hizo que abrir las piernas no fuese un suplicio tan grande, porque me consolaba el pensar que cada amanecer podría volver a tenerla en mis brazos. Una niña guapa, lista y vivaracha, que se convirtió en el juguete de todas las prostitutas que estábamos allí. Y era mía.

Ivana.

Un día, mi compañera Rosario y yo logramos escapar. Un golpe de suerte. Cogimos a la pequeña, que entonces tenía dos años, y recorrimos kilómetros al norte. Alquilamos un apartamento diminuto y nos establecimos las tres allí. Rosario y yo empezamos a trabajar limpiando pisos, y dejábamos a Ivana en la guardería, donde por fin empezó a jugar con otros niños. La luz del sol le sentaba genial, y mostraba mejor aspecto que el que tenía cuando vivíamos en el prostíbulo. Ahora mi hija estaba teniendo una infancia digna. Lo que había vivido hasta entonces no era adecuado para un niño.

Así vivimos las tres felices durante diez cortos meses.

Hasta que llegó un sobre. Un sobre que contenía una foto en la que salíamos mi niña y yo. Y un manuscrito, con la letra que tanto amé un día: la de Vladimir.

"Sé dónde vives. Tú volverás conmigo y seguirás ejerciendo como la puta que eres si no quieres que Ivana muera degollada como un corderito delante de tus ojos. Y sabes que lo haré".

¿Qué podía hacer? Por experiencia sabía que la policía no detendría a Vladimir. Muchas de mis compañeras lo habían denunciado y habían acabado degolladas como amenazaba hacer con mi hija. No podía huir con ella. Estábamos en la otra mitad de España, y aún así nos había encontrado. Volvería a dar con nosotras. Debía volver con él...

Pero, ¿cómo condenar a mi hija a pasar sus años de niñez en un zulo, a solas cada noche, esperando a que su madre viniese de yacer con desconocidos? ¿Cómo negarle una educación y el poder relacionarse con más niños? Y sabiendo que en cuanto su cuerpo se desarrollase lo más mínimo, Vladimir y sus hombres harían con ella lo que habían hecho conmigo... No, no podía hacerle eso a Ivana.

Yo no iba a ser capaz de vivir sin ella, pero tampoco podía arruinar su vida. Debía renunciar a quien más quería, aunque me fuese la vida en ello.

-Ivana,-le digo en aquella habitación en la que nos había dejado la asistenta social mientras preparaba el papeleo para darla en adopción -. Mamá no puede cuidar de ti. Hay... Hay mucha gente mala que quiere que no estemos juntas. Si me quedo contigo, podrían hacerte daño - el torrente de lágrimas que amenazaba mis ojos revienta el dique que las contenía y se derrama por mi rostro cuando advierto la incomprensión con la que me mira-. Vas a quedarte aquí una temporada, y pronto enocntrarás otra mamá, e incluso un papá, que te querrán con toda su alma y te darán todo lo que yo no puedo darte. Te darán una vida de verdad, princesa.

-Mamá, yo quiero irme contigo- me grita llorando al tiempo que se aferra con fuerza a mi cuello.

Por primera vez desde que nació, aparto sus brazos y me alejo de ella. Para siempre.

- Te quiero, tesoro. Aunque no lo comprendas, no olvides que te quiero.

Corro como una posesa, vertiendo lágrimas amargas, mientras los gritos de mi hija (no, ya no es mi hija) me golpean los oídos. Entro en el despacho donde la asistenta acaba de terminar de preparar los papeles. Firmo donde me indican sin ver apenas.

Cojo un autobús a Madrid. Llego extenuada y con el maquillaje corrido. Me encuentro a Vladimir frente a frente. Me sonríe socarronamente y con un brillo de triunfo en la mirada.

Por su culpa había dejado a Ivana con unos extraños. Lo odio más que nunca. Le escupo en la cara. Él se lanza como una bestia sobre mí. Me da más golpes de lo que puedo soportar, y poco a poco voy perdiendo la conciencia. Al fondo, veo una luz que promete descanso. Una promesa que no tiene nada que ver con las que él me hizo en su día. Una promesa que me hará feliz. De verdad.

Descanso...

Mejor no vivir a vivir sin mi vida.

Adiós, Ivana. Espero reencontrarme contigo dentro de muchos, muchísimos años. Y que para entonces no me guardes rencor.

3 comentarios:

Lúa dijo...

¡Qué triste y a la vez qué bonito leñee! Lo peor de todo es que esa historia pudo suceder perfectamente; quizá con otra Ivana, y otro Vladimir.. en fin. Creo que ya te lo he dicho alguna vez, pero me encanta tu forma de contar las historias!
Un saludo! :)

juanjomoga dijo...

Perdona que no comente ni escriba nada, no es que este vago es que no tengo internet porque me he mudado a otra casa y aun no me lo traen... pero weno ma venmio bien porque estaba de examenes finales y los aprobe todos :D . Weno tu veo que sigues escribiendo tan bien como siempre, sigue así y ya me contaras cuando tenga conexion como va todo. un abrazo.

Anónimo dijo...

La primera vez que leí Ivanna, llegué a la palabra violación y me asusté de leer el resto. Hoy he pasado de ahí.

No sé cuál dolor habrá sido más fuerte, dejar a su hija, o encontrarse con Vladimir.

¿Hay alguna continuación con la vida de Ivanna? Voy a buscarla; si no existe, ¿podrías escribirla?