viernes, 31 de octubre de 2008

Y había que obedecerle siempre


Keiwa salió de la escuela que había en su poblado. Se sentía muy afortunada por poder acudir allí, ya que tan solo unos pocos meses antes no había ningún lugar destinado a enseñar a los niños en los alrededores. Y ella, con seis añitos, ya había aprendido algunas letras y números, y disfrutaba demostrando a mamá y a Komu, su hermano pequeño, sus nuevas destrezas haciendo trazos con el dedo en la arena. Eso sí, se apresuraba en borrarlas cuando veía que se acercaba papá, pues él siempre decía que era una tontería enseñar a las mujeres. “Si sólo tenéis que servirnos como esposas, no sé para qué querréis leer”. Keiwa no sabía por qué tenía que servir como esposa a nadie, y le parecía muy divertido observar cómo las letras, unos dibujos que antes no tenían sentido para ella, ahora se agrupaban para formar su nombre o el de sus amigos. Y ella era una de las que más rápido aprendían, superando también a niños incluso mayores que ella. Pero claro, papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre, aunque casi siempre fuese duro con el resto de la familia.

Ese día era especial. Clara, su profesora, les había dado a principios de semana una noticia mitad dulce, mitad amarga: comenzaban las vacaciones. Les contó que ella debía marcharse a España, su país de origen, para ver a sus papás, hermanos, sobrinos y amigos. Keiwa lo comprendía, sabía que era normal que Clara echase de menos a sus seres queridos, pero le daba pena dejar el cole, aunque sólo fuese durante tres meses. Ella no sabía cuánto eran tres meses, pero la maestra decía que era poco, y ella nunca mentía. Además, así podría hacer los ejercicios del libro que le había regalado (igual que al resto de niños y niñas de la clase) y enseñarle a Komu para que al año siguiente, cuando empezara la escuela él también, ya supiera algunas cosas de las que le explicasen. Y también tendría tiempo para ayudar a mamá a recoger la cosecha, así no estaría tan cansada por las noches, ni lloraría porque papá le gritase si hacía algo mal debido al agotamiento.

Y pensando en todo eso, llegó a casa. Le resultó extraño cuando, al abrir la puerta, vio que en casa estaba papá. Se fijó en que mamá tenía los ojos muy rojos y clavados en suelo, y presintió que algo iba mal. Su primer pensamiento fue para Komu, y el corazón le dio un vuelco, pero se tranquilizó al verlo por la ventana jugando con la tierra, haciendo dibujos en la arena en un vano intento de imitarla a ella.

-Keiwa, ser mujer implica muchos riesgos-, empezó a hablar papá en un tono más serio aún de lo habitual.- Estáis siempre en riesgo de ser impuras. Debemos asegurarte un porvenir, que el día de mañana seas una mujer digna y tu deber sea antepuesto a cualquier placer. Por eso, hoy vas a ir con mamá a casa de Ansel, la matrona, para hacer de ti una muchacha respetable.

La niña no entendió casi nada de lo que papá dijo, pero la idea le dio mala espina. Ansel era una señora mayor que traía niños al mundo, y eso era bueno. Pero cada vez que una niña pequeña, y no una mujer, iba a su casa, luego pasaba varios días sin salir a jugar ni asistir a clase. Incluso, recordó a Asha, una niña tres años mayor que ella, que acudió allí con su madre y no había vuelto a verla. Pero papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre.

-Mugabe, por favor… Es una niña… No me obligues a llevarla allí, por favor…- suplicaba mamá entre lágrimas-. Déjala, por favor… Podemos inculcarle una buena educación, enseñarle lo que está mal, y así nunca hará algo que la corrompa… Pero no la hagas pasar por eso.
- Aminata, ya he consentido que mi hija acuda a una escuela y que aprenda a leer y escribir, a contar… ¡Como si fuese un hombre! No voy a tolerar que además pueda darse a la mala vida. O la llevas allí, o seré yo mismo quien lo haga.
Sollozando, mamá le tomó la mano y salió de casa. Ella estaba muy asustada, pero no se atrevía a protestar. No quería que papá le hiciese aquello tan horrible de lo que mamá quería protegerla. Prefería incluso que fuese Ansel la que llevase a cabo aquello… Fuera lo que fuera.

Llegaron a la puerta de la cabaña, y ella ya las estaba esperando. Las hizo pasar a una habitación muy sucia en la que había otras cinco mujeres que invitaron a mamá a salir y a ella a tumbarse. Miró asustada a mamá. Quería irse con ella, pero sabía que cualquier resistencia sería inútil, porque aquellas ancianas la detendrían. Además, mamá no podía tampoco detener aquello, porque papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre. Si no lo hacía, Keiwa sabía que él la golpearía. Una mujer no puede desafiar a su esposo. Así que hizo caso y, notando cómo el corazón latía muy, muy fuerte, se tumbó. Entre Ansel y otra mujer le quitaron su vestido, un vestido precioso que le hizo mamá para que fuese guapa el día que se despidiese de Clara. Luego la cogieron entre todas, de manera que quedó inmóvil: dos de ellas le agarraron los brazos, otras tantas las piernas, de forma que quedasen separadas, y la cuarta se sentó en su pequeño pecho, cortándole la respiración. La última de las desconocidas le tapó la boca, mientras que Ansel le dijo que ni se le ocurriera llorar ni gritar, porque se convertiría en la deshonra de la familia. Keiwa estaba cada vez más asustada. Aunque le hubiesen permitido gritar, no creía que pudiese, pues tenía un nudo en la garganta que le oprimía. Entonces vio cómo la matrona cogía una cuchilla y la acercó entre sus piernas. Enseguida notó el dolor más intenso que hasta ese día había vivido, y supo que ni el nudo de la garganta, ni las advertencias de la anciana y ni siquiera el miedo a ser una vergüenza para papá podrían impedir que las lágrimas y gritos saliesen de ella. Trató de resistirse, pero eran muchas contra ella, y más fuertes. Siguió llorando y sus gritos ahogados tras la gigante mano que apretaba su carita de niña resonaban en el más horrible de los silencios, ignorados por las mujeres que la torturaban. No sabría decir cuánto duró aquella pesadilla, porque al rato se desmayó, justo después de ver cómo su vestidito nuevo, ese que con tanto amor mamá había hecho y con tanta ilusión se había puesto ella, se iba llenando rápidamente de la sangre que brotaba del torrente de su herida.
Cuando despertó, estaba en casa. Abrió los ojos y vio a Komu, que la observaba preocupado sentado junto a ella. Con su vocecita infantil, tan dulce como siempre, le preguntó que cómo estaba. Le dijo también que era una dormilona, que llevaba muchos días durmiendo y él se aburría jugando sólo. Y que papá y mamá discutieron durante todos los días que estaba durando su sueño. De hecho, la propia Keiwa podía escuchar los gritos ahora que estaba despierta. Pero había algo raro… Aturdida como estaba, tardó un rato en darse cuenta de qué era lo que no encajaba: no gritaba sólo papá, sino que esta vez también mamá alzaba la voz para hacerse oír.
-Voy a llevarla al hospital, Mugabe, aunque me eches de casa.
-Si ha caído enferma es porque los malos espíritus moran en ella. Ya te lo he dicho. Es una vergüenza. Acudir al hospital ensuciará el buen nombre de la familia.
-Me da igual. Me das igual tú, el nombre de la familia, la honra… Me da igual todo. Sólo me importa salvar a mi hija.

Keiwa no salía de asombro. Mamá entró en el único dormitorio de la casa, le besó la frente y le dijo que se alegraba de verla despierta. Después la tomó en brazos, como cuando era pequeñita, y agarró la mano de Komu. Estaba desobedeciendo a papá. Y papá era el hombre… Y había que obedecerle siempre. Mamá lo sabía. ¿Por qué no le hacía caso, entonces? ¿Era mamá una mujer mala por no respetar la autoridad de su esposo? Entonces, al salir a la estancia que hacía las veces de cocina y comedor, vio la mirada de odio de papá, y supo que no. Papá era el malo. Nadie debería hacer tanto daño a sus hijos. Mamá la quería y la iba a salvar. Mamá no sería un hombre, pero era buena.

Cuando llegaron al pequeño hospital de la comarca, tras recorrer varios kilómetros en brazos de mamá, Keiwa estaba muy mareada. Lo veía todo como en un sueño. Sólo notaba el dolor, y apenas era consciente de cómo volvían desnudarla y, tras un pequeño pinchazo, le echaban todo tipo de ungüentos en la herida. Pero ya no le dolía. Y nadie la sujetaba, ni se enfadaban porque sollozase de miedo. Todos le sonreían y le decían palabras bonitas. Además, mamá estaba allí, aferrando su mano, con Komu en sus rodillas llorando por ver sufrir a su idolatrada hermana mayor. Ella no quería verlo llorar, y como se dio cuenta de que cada vez le dolía menos, le dedicó una sonrisa y, en un susurro apenas audible, le dijo:

-Vas a ir al cole, y vas a aprender mucho, y así los dos juntos haremos un libro que enseñe a los mayores que no hay que hacer daño a los niños. Para que nadie más se tumbe en esta cama y vea llorar a su hermanito, ni se siente en esa silla a ver sufrir a su hermana ni a su hija.

Komu le devolvió la sonrisa y asintió, aunque no comprendía muy bien aquellas palabras. Keiwa cerró los ojos y exhaló su último suspiro. Y se marchó feliz, con la imagen de la sonrisa de su hermanito y con la certeza de que papá, a pesar de ser el hombre, no volvería a ser obedecido.

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