Se miró en aquel espejo que antaño reflejaba una mujer guapa de sonrisa fácil, y le angustió comprobar que la que ahora vivía detrás del cristal era una persona totalmente distinta, con la vejez y el peso de los años escritos en la mirada y en las cuantiosas arrugas que decoraban su rostro.
Recordó con nostalgia cuand oaún vivía allí, con sus padres, en su infancia y los primeros años de su tierna juventud. Recordó la tranquilidad de esa época. No tenía preocupaciones. Había sido una adolescente normal, no se consideraba excesivamente guapa, pero tampoco había sido fea. Hubiese podido conocer a bastantes chicos si hubiese querido, pero el destino tuvo a bien enamorarla hasta ciegamente muy pronto y sin vuelta atrás.
A los diecisiete años conoció al que más tarde habría de ser su marido. Habían tenido un noviazgo más bien feliz. Ella seguía siendo esa niña risueña con miles de ilusiones que ansiaba cumplir, pero poco a poco esa llama del amor que sentía por él hizo que se eclipsasen sus sueños.
No es que él le prohibiese explícitamente realizarlos, pero de forma indirecta dejaba caer comentarios negativos sobre las consecuencias que determinados pasos de los caminos que la llevarían a su éxito personal traerían para la relación. La acostumbró a verse todos los días, de manera que estudiar fuera no sería satisfactorio. Mostraba indiferencia ante los temas que a ella le apasionaban, por lo que se sentía reacia a compartir sus anhelos con él. Le daba tanto miedo aburrirle que prefería callar sus pensamientos.
Él siempre hizo lo que quiso. Sus ambiciones se materializaron, su estilo de vida era el que siempre deseó. Ella, sin comerlo ni beberlo, había pasado toda su juventud sonriéndole y poniéndole buena cara. Anteponiendo la felicidad de su hombre a la suya propia.
Atrás quedaban su ideales de mujer liberada y luchadora. Ahora sólo se sentía una vieja que se había resignado a dejar zarpar sus sueños por conservar a su lado al que había creído el amor de su vida.
Y aquella tarde, en el recibidor de la casa de sus padres, ante el espejo que la había visto crecer, con los ojos fuertemente cerrados y después de tantos años sin haber pisado aquella estancia, tomó una drástica decisión: pediría el divorcio. Echaría de su lado a aquel tipo que, pese a saber que ella renunciaba a todo cuanto deseaba por él, le permitió, o mejor dicho, propició, que lo hiciese y echase su felicidad a perder. Dejaría de piedra a esos dos hijos que prácticamente había educado ella sola, sí, pero al fin y al cabo ambos residían lejos y tenían sus propias vidas.
Sí, comenzaría una existencia nueva, sin ataduras, sin nadie que le indicase qué camino debía seguir. Sería libre.
Abrió otra vez los ojos y volvió a mirar su reflejo. Las mismas caderas ensanchadas, el mismo voluminoso vientre, el mismo pecho caído, las mismas anticuadas ropas, la misma cara arrugada y ese cardado pasado de moda. La imagen era la misma que hacía un minuto. O casi.
Porque en la mirada de la mujer estropeada del espejo volvía brillar la ilusión y la esperanza de aquella joven, casi niña, que un día salió de aquella casa siendo feliz.